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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Federico Palomera (3)

Emilio de Miguel Calabia el

Los días que siguieron transcurrieron apacibles, aunque Eduardo sabía que un océano de magma estaba creciendo a sus pies día a día y que en algún momento estallaría. Federico Palomera se había adaptado al ritmo de la clase, había hecho algunos amigos y había entrado en la categoría de los alumnos a los que es mejor dejar tranquilos, porque si los provocas con preguntas extemporáneas o les invitas a salir al encerado es como darle una ametralladora a un psicópata: no sabes por dónde te va a salir. El director le había preguntado un par de veces por Federico de manera ambigua, sin dejar claro que buscaba una respuesta encomiástica o una apreciación más sincera. Como la sinceridad no suele funcionar bien en los asuntos humanos, Eduardo había optado por fórmulas de moderado encomio, lo justo para satisfacer al director, sin que la hipérbole llevase a que se le viese el plumero. En casa Ana, ya no decía abiertamente que quería un hijo, pero una y otra vez hacía comentarios del tipo “me he encontrado en la calle con Cayetana y su bebé, no sabes qué ricura de niño” o “¿no fue Maupassant el que dijo que el alma se cura cuando pasamos tiempo con los niños?” La idea de Maupassant hablando de niños era como imaginarse al Mahatma Gandhi hablando de putas, tema que, por cierto, sí que dominaba Maupassant. “No sé quién fue, pero seguro que no fue Maupassant.” “Es una frase muy bonita, me gustaría saber quién la dijo. Seguro que esa persona tenía muchos hijos.” “Sí, hay gente con la peculiaridad de tener muchos hijos. Lo mismo les pasa a los conejos.” Aquella noche terminó durmiendo en el sofá.

El océano de magma acabó reventando un lunes, pero lo hizo de manera tan silenciosa que necesitó tres horas para darse cuenta de que el mundo había cambiado y que las cosas no eran como debían. Fue a eso de las doce que se dio cuenta de repente de que esa mañana no había tenido que reñir a nadie, que los alumnos seguían con atención sus explicaciones y que, cuando les preguntaba, todos se sabían la lección. Tenía que haber gato encerrado y seguro que estaban preparando una semejante a la del día que tuvo que venir el helicóptero de la policía y aterrizar en el patio.

Al final de las clases de la mañana llamó a Didier, que era su chivato oficial, y le preguntó por lo que pasaba.

– Fue Federico. El sábado nos reunimos varios y nos convenció de que no podemos estar seguros de que estudiar y comportarse bien sirvan para algo de cara a conseguir un buen puesto de trabajo en el futuro, pero que, en la duda, lo más racional es estudiar y comportarse como si sirvieran. Si crees que estudiar y comportarse bien sirven para algo y resulta que es así, entonces conseguirás un trabajo con un sueldazo. Si resulta que crees en ello, pero no sirve en absoluto, no habrás ganado nada. Si no crees en el estudio y el buen comportamiento y resulta que sí que servían, habrás perdido la oportunidad de conseguir el puesto de trabajo de tu vida. Si no crees que sirva y, efectivamente, no sirve, tampoco ganarás nada. Al final hay tanto que ganar, que es mejor arriesgarse y estudiar y comportarse bien, tanto si sirve como si no sirve para conseguir un buen puesto de trabajo.

– ¡Pero eso es la apuesta de Pascal!- Eduardo se rascó la cabeza: ¿cómo podían unos adolescentes que sólo pensaban en porros, sexo y videojuegos estar al corriente de la apuesta metafísica de un filósofo de hacía tres siglos, al que no estudiarían hasta el año siguiente?

– ¿Cómo sabe que Pascal Fratelli juega al póquer? No se lo había chivado todavía.

– ¿Te suena Blaise Pascal?

– No. ¿Es uno de los mayores?

Por alguna razón que nunca había llegado a entender, los chivatos siempre eran los más tontos. No era de extrañar que en la Última Cena Judas no se diera por aludido cuando Jesús dijo que uno de ellos le traicionaría. Se autocensuró. Hay símiles que no son apropiados en un colegio laico 100%. “Deja. Vete con los demás.”

Antes de salir por la puerta, Didier se giró un momento. “Que conste que yo ni juego a las cartas ni apuesto”.

Había habido tan poca paz en su vida en los últimos días, que decidió tomar las cosas como venían. Si Federico Palomera había descubierto por sí mismo la apuesta de Pascal y había convencido a la clase de que le siguiera en ese empeño, algo que el difunto Blaise Pascal nunca consiguió ni con su doméstica, pues tanto mejor.

La paz conseguida en el instituto fue más que compensada por las tormentas en el domicilio conyugal. Ana había descubierto en la biblioteca municipal “Schopenhauer para embarazadas” y se había convencido de que tenían un deber para con la Humanidad: traer un hijo al mundo, que compensase las deficiencias que ambos tenían, porque, resultaba obvio, que las virtudes de Eduardo compensaban los defectos de Ana y viceversa, con lo que el hijo que engendrasen tendría que ser un portento, alguien que hiciera avanzar a la Humanidad, alguien…

La idea de que un profesor de instituto y una farmacéutica pudieran hacer progresar a la Humanidad por el mero hecho de aparearse a pelo en uno de esos días que venían evitando hacerlo sin protección desde que se conocieron, no sonaba muy convincente, pero tampoco era muy convincente llevar cuatro días durmiendo en el sofá, porque no había manera de tener una velada tranquila sin que revolotease por la habitación el espíritu de ese genio que tenían que concebir. Eduardo ya había dejado de defender la idea de que sustituyesen el niño por un perro de alguna raza muy inteligente capaz de aprender muchos trucos y se había dado cuenta que sus “pensémoslo bien”, “démonos unas semanas más antes de embarcarnos” cada vez tenían menos éxito. Si no ocurría un milagro, más pronto que tarde, se encontraría con un bebé entre los brazos, con el que cometería los mismos errores que sus padres cometieron con él o, si era optimista, cometería otros distintos.

El fin de semana fue especialmente intenso en el tira y afloja. Ana había encontrado una frase que la había impactado especialmente: “Lo que se decide por el amor no es nada menos que la generación siguiente… la existencia y la constitución especial de la raza humana en los tiempos venideros.” “¿No quieres contribuir al futuro de la Humanidad?”, le había preguntado agresiva en la cocina. “Con pagar los impuestos tengo suficiente”, respondió, olvidando que cuando Ana estaba con la regla se volvía especialmente susceptible. La manzana que Ana estaba mordiendo salió disparada en su dirección. Lo bueno de ser profesor es que uno desarrolla reflejos rápidos para esquivar cualquier tipo de objeto arrojadizo. La manzana acabó estallando contra el reloj del pared, que se detuvo en las cinco y cuatro de la tarde, que es una hora buena para ir a los toros y algo inconveniente para hablar de procrear, sobre todo si el terreno no se ha preparado con unas cuantas copas de vino.

Ana se echó a llorar. Le llamó monstruo, Herodes y dijo que la condenaría a volverse adicta a los lexatines para compensar la angustia que le estaba generando. “Ya te arrepentirás el día que me encuentres en el baño exangüe, rodeada de cajas vacías de Xanax”. Aprovechó que Ana tenía las manos vacías, para preguntarle: “¿No crees que estás exagerando un poco?” No supo de dónde sacó Ana la cabeza de ajo. Pero no la vio venir y se encontró con la frente dolorida y oliendo a ajo.

El resto del fin de semana transcurrió de la misma guisa, intercalando broncas con silencios ominosos y muy poco sueño por la noche. Para cuando amaneció el lunes, la perspectiva de una clase de veintitrés alumnos inspirados por la apuesta de Pascal le pareció mil veces preferible al fin de semana que había pasado.

 

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