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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Ya no me acuerdo de quién se acostó con quién. La generación beatnik (1)

Emilio de Miguel Calabiael

 

La generación beatnik es para mí uno de los movimientos más interesantes que produjeron los EEUU del siglo XX. A veces han tenido mala prensa y se les ha tachado de violentos, asociales y anti-sistema. En otras ocasiones se les ha mezclado con los hippies, que les sucedieron, lo que es injusto. Lo que los beatniks buscaban era mucho más original y rompedor que cualquier cosa que se les hubiera ocurrido a los hippies. Que lo consiguieran, ya es otra historia.

Entre 1977 y 1994, el poeta Allen Ginsberg, una de las principales figuras del movimiento beatnik, impartió cursos en la Universidad Naropa sobre el movimiento. Ginsberg quería transmitir a sus estudiantes lo que había sido el movimiento beatnik, mientras conservase la memoria. Como decía, bromeando: “Ya no me acuerdo de mucho. No puedo recordar quien se acostó con quién, cuándo, o quién escribió qué.” Esta frase no es cierta. Ginsberg se acordaba de mucho. Lo malo es que Ginsberg sufría de verborrea y una vez tomaba un tema podía estar hablando horas sobre él. Así pues, su curso sobre la generación beat quedó reducido a cuatro autores: Jack Kerouac, William S. Burroughs, Gregory Corso y el propio Ginsberg.

Jack Kerouac ha pasado a la historia literaria como el alma mater del movimiento beatnik. Su obra “En el camino” (“On the road”) fue la que logró más popularidad y logró captar mejor el alma del movimiento. Hay otras dos obras esenciales del movimiento beatnik: “El Aullido” (“Howl”) de Ginsberg y “El almuerzo desnudo” de Burroughs, pero no consiguen transmitir la fuerza de los beatniks de la misma manera que Kerouac.

Una de las grandes preocupaciones de los beatniks era la naturaleza de la consciencia, descubrir cuál es la base que subyace a los pensamientos y las percepciones. Yo creo que fue sobre todo Kerouac quien introdujo esta preocupación a partir de su temprano interés por el budismo y lo que le llevó al budismo fue la conciencia de la impermanencia de las cosas. La muerte inesperada de su padre fue un mazazo que influyó en su aproximación a la vida y a la literatura. En una de sus primeras obras, “Visiones de Cody”, escribe: “Estoy escribiendo este libro porque todos vamos a morir”.

Otra manera de denominar lo que buscaban es “la realidad suprema”, que en el fondo equivale a buscar fuera, lo mismo que estás buscando dentro: el origen último de todo, que también es la meta última de todo. Si lo buscas dentro es el “yo superior” y si fuera, “la realidad suprema”. En el caso de Kerouac, que nunca abandonó del todo en su fuero interno el catolicismo que le habían inculcado de pequeño, esa realidad suprema a veces se asemeja mucho al Dios católico. Así, justifica su ingreso en la Armada con estas palabras: “Podían matarme mientras cruzaba la calle, si así lo disponía la Realidad Suprema, entonces, ¿por qué no irme a la mar?”

Curiosamente, la idea de que hay una Realidad Suprema detrás de los avatares de la vida, le hace más detallista, como si las cosas adquirieran más valor cuando sabemos que están vacías y las personas se volvieran más importantes cuando comprendemos que son un instante fugaz en la eternidad. En “El pueblo y la ciudad”, que tiene un marcado tono autobiográfico, hay una especie de cariño triste por el mundo. “Por la ventana Peter mira la melancólica oscuridad de la primavera, ardiendo con la visión de los bailarines agarrados, azuzado por las oscilaciones de la música y lleno de un deseo infinito de crecer e ir al instituto, donde él también pueda bailar abrazado con una chica con curvas, cantar en la función y quizás ser también un héroe futbolístico”.

Más adelante, con “Visiones de Cody”, Kerouac intentará algo más osado: describir momentos iluminados, epifanías, y colocarlas en cualquier orden cronológico. O sea, como el repaso a la vida que dicen que ocurre en el momento de la muerte, pero sin ningún orden. Acaso esté replicando un poco cómo funciona la memoria, cuando te ves en un lugar de tu infancia y los recuerdos te van asaltando como fogonazos. “… que anda tan rápido como puede sobre las ruedas de sus pies, hablando excitado y gesticulando; pobre chico penoso recién salido del reformatorio, sin dinero, sin madre, y si lo vieras muerto en el arcén con un policía inclinado sobre él, seguirían andando rápido, en silencio”.  A lo mejor lo que queda al final de una vida no sea más que eso: unos cuantos recuerdos, fotogramas sueltos de un rollo de película que ha ardido casi por completo.

Más adelante en el libro, esos momentos iluminados dan paso a simples esbozos. Es como esos grandes pintores chinos que, al alcanzar la cumbre de su maestría, no necesitaban más de cuatro líneas para dibujar un caballo desbocado. Parece que la maestría en el arte, ya sea la pintura o la escritura, acaba llevando a la simplicidad extrema. “Adios Cody- los labios en tus momentos de pensamiento reconcentrado y tu bondad responsable recién encontrada están tan callados, hacen tan poco ruido y desconciertan, como la luz de un automóvil que se reflejan en la pintura brillante de un tanque en este mismo instante, tan callado y todo esto, como un pájaro cruzando el alba en busca de la cruz de la montaña y el mar más allá de la ciudad al final de la tierra.” Ni me he enterado de lo que quiere decir, pero tiene su aquél.

Si Kerouac fue el artista innovador e iluminado, Burroughs fue el genio excéntrico, que habitaba un mundo laberíntico donde sólo cabía él. Burroughs se veía como un hombre de acción y, como a Genet, le interesaba el mundo de los pequeños criminales, de los psicópatas. Ginsberg opina que Burroughs estaba plenamente dedicado a explorar su propia conciencia y en tratar de llegar al límite de su mente. “Burroughs se veía más como un investigador de almas y ciudades, una persona con curiosidad o un aventurero pícaro. Le interesaban la información y los hechos, no tanto la literatura. El momento crucial vino cuando mató a su mujer y se hundió en tal desesperación que la escritura le pareció la única actividad, la única vía que se le abría.” Por cierto que mató a su mujer por accidente. Estaban hasta arriba de alcohol y se les ocurrió emular a Guillermo Tell con una pistola. Spoiler: el experimento no terminó bien.

Burroughs provenía de una familia patricia. Combinaba un exterior digno y austero con un torbellino interior y una vulnerabilidad que le hacían sufrir. Una contradicción que sobrellevaba mal era que sólo podía correrse si le daban por detrás, algo que sus raíces patricias le decían que era “inconveniente” (no hay como las viejas familias patricias para producir eufemismos).

Sus libros “Yonqui” y “El almuerzo desnudo” son intentos de investigar sus propias interioridades y comprenderse, al tiempo que relata su vida como drogadicto y pequeño criminal. “He aprendido mucho utilizando droga. He visto la vida medida en goteros y soluciones de morfina.” Son libros difíciles de leer, compuestos de escenas yuxtapuestas, con la ironía patricia de Burroughs sobrevolando el panorama. “Jack (…) no era una de esas ovejas perdidas buscando por un pastor con un anillo de diamantes y una pistola en la sobaquera y la voz confiada, dura, con alusiones a conexiones, arreglos, que harían que un atraco sonase fácil y de éxito asegurado.”

Tal vez no consiguiera la autocomprensión que buscaba ni, en ese momento, el reconocimiento que quería, pero más tarde reconocería que de alguna manera la literatura había salvado la vida. Escribir era como una vacuna que le había inmunizado contra aventuras más peligrosas en las que acaso hubiera muerto.

 

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