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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El tiempo es un sueño pop (1)

Emilio de Miguel Calabiael

Lo más interesante de Terenci Moix no son los libros que escribió, sino el personaje que era. Como escritor es simplemente digno, pero no brillante. Su lado juguetón y frívolo era más fuerte que él. Pienso que abordaba la literatura como algo divertido que le daba de comer y alimentaba su mitomanía. ¿Si se la hubiera tomado más en serio, habría escrito mejores obras como, pongamos, Juan Marsé? Puede que sí, o puede que no hubiera estado a su alcance. Lo que es cierto es que se habría divertido menos. Sí, seguramente entre ser Proust y saber que todavía te leerán dentro de cuatrocientos años lo que escribiste enclaustrado en tu dormitorio acorchado y ser Terenci y gozar de la noche barcelonesa, sabiendo que dentro de cien años no te leerá nadie, sin duda Terenci Moix habría elegido lo segundo.

Vicente Molina Foix en “El joven sin alma” relata la relación sentimental que tuvo con un jovencísimo Ramón Moix, que aún no se había convertido en Terenci. Molina Foix presenta a un Terenci divertido, cambiante, peterpanesco, incapaz de poner los pies en el suelo, mitómano, excesivo en sus amores y en sus pasiones, con algo de fauno. Es un personaje que no deja indiferente.

Por cierto, que la manera en que llegó al mundo fue la única que un personaje tan especial podía tener. Su padre era un putero inveterado y de soltero había pactado con un amigo que todas las Navidades, aunque estuvieran casados, se irían de putas al Barrio Chino. Una Navidad, la mujer del amigo le fue con el cuento a la madre de Terenci, que estaba embarazada de nueve meses de éste. Ni corta ni perezosa, la madre se encaminó al Barrio Chino dispuesta a sacarle los ojos a su marido (no, creo que no se trata de una metáfora). Lo encontró finalmente, montó una escena y si el marido salió incólume fue gracias a que las putas contuvieron a su mujer. Terenci Moix nacería unos pocos días después en un cine. El lugar adecuado para un mitómano como él.

Juan Bonilla en “El tiempo es un sueño pop” ha sabido encontrar el tono adecuado para la biografía de un personaje tan especial. Además, ha sabido ver que Terenci sin un público que le riera las gracias y le admiraba no era nadie. El marco en el que se movió Terenci,- básicamente la Barcelona del franquismo y post-franquismo-, y las personas con las que se relacionó forman un elemento clave de la biografía. Lo de yo soy yo y mi circunstancia se aplica claramente a esta obra.

Terenci Moix nació en el Raval, un barrio popular, que poco a poco se iría encanallando. Un poco más allá estaba el Ensanche, el mundo de la burguesía que era como decir “otro planeta”. Terenci, que acabaría viviendo en el Ensanche, diría cerca del final: “He tardado toda una vida en cruzar de acera”.

Bonilla opta por contar la vida de Terenci de manera lineal, insistiendo en sus libros, sus mitomanías y sus relaciones de todo tipo. A mí me parece igual de interesante contar la vida de Terenci como el relato de un escritor que se pasó la vida esforzándose por cruzar los trescientos metros que separaban su barrio de nacimiento del barrio burgués al que aspiraba. El Lucien de Rubempré de “Las ilusiones perdidas” y el Fabrizio del Dongo de “La cartuja de Parma” son dos buenos ejemplos de que la narración de la lucha por ascender socialmente bien puede ser material para la alta literatura.

El ascenso de Terenci empezó bajando un poco. Su madre era amante del dibujante Peñarroya, muy popular entonces, y gracias a él entró a trabajar de chico de los recados en la redacción del TBO. Pronto, ya fuera por sus habilidades o por los movimientos de cadera de su madre, pasó a convertirse en asistente de los dibujantes y allí descubriría que aquello era un trampantojo. Los dibujantes eran pobres hombres explotados por la editorial Bruguera, que se apropiaba de sus derechos, y que debían dibujar como posesos para llegar a fin de mes. Una lección que no le hubiera resultado ajena a Rubempré.

Los dibujantes crearon su propia revista, Tiovivo, para escapar de las garras de Bruguera, pero las deudas hicieron que acabasen volviendo a sus orígenes. Terenci se quedó en paro y pasó de entintar las viñetas de los dibujantes a obedecer las órdenes de su padre. Tampoco los inicios de Rubempré fueron mucho más fáciles.

El primer paso real en su ascenso lo dio cuando entró en Casa Mateu, una editorial que se encontraba en un barrio selecto. Terenci logró entrar allí por una mezcla de caradura y buena suerte. Buscaban a rotuladores y del naufragio del Tiovivo Terenci se había llevado unas cuantas planas hechas por rotuladores profesionales. Las presentó y los de Casa Mateu creyeron que tenían ante sí a un prodigio de la rotulación. Le contrataron. Bonilla dice que es muy fácil encontrar los ejemplares de las publicaciones de Casa Mateu en los que participó Terenci: son todos los que están mal hechos.

Lo lógico habría sido que le hubiesen despedido una vez que se hubiesen dado cuenta de sus nulas habilidades como rotulador. Pero la vida es una mezcla de lo que buscamos y lo que la suerte pone en nuestro camino. Al dueño de Casa Mateu, que venía de familia humilde y había empezado desde abajo, le cayó en gracia ese chico divertido, leído y mitómano y le encargó que escribiera colaboraciones en dos revistas de la editorial. Terenci era intenso, que es otra manera de llamar a los pesados, y enseguida logró que le consintieran escribir artículos de cine y recomendar discos.

El señor Mateu, que creía en las capacidades de Terenci para la literatura, le dio su primera oportunidad en ese campo. Le encargó que escribiera una serie de novelas policiacas al estilo de las del Comisario San Antonio, que estaban teniendo mucho éxito en Francia y en las que un inspector contaba en primera persona sus mejores casos. El señor Mateu quería un plagio y Terenci, al que no le iba el género policiaco, encontró la ocasión ideal para hacer un pastiche,- género en el que era excelente-, en el que cupieron Raymond Chandler, Dashiell Hammet, “Los sótanos del Vaticano” de André Gide y “La dolce vita” de Federico Fellini. El resultado fue “Besaré tu cadáver”, cuyo principal mérito es que le proporcionó a Terenci  el dinero necesario para alquilarse un estudio en una callecita del barrio de Gracia. La marcha hacia el Ensanche había comenzado.

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