Perder a un padre o a una madre es uno de esos golpes duros que te da la vida. Tal vez sea el único golpe que nos toca a todos sin excepción tarde o temprano y a aquéllos a los que no les toque, malo; eso significa que murieron antes que sus padres.
Cuando muere un padre, perdemos a nuestro admirador más incondicional y una fuente de amor con la que sabíamos que siempre podríamos contar. También muere la persona a la que más detestamos en algún momento de la adolescencia y con quien ya no podremos hablar para dilucidar todas esas cosas que quedaron sin resolver en nuestra infancia. Porque todo padre, hasta el mejor, deja cicatrices en sus hijos y las más de las veces uno no cae en que existen esas cicatrices hasta que es demasiado tarde y el padre se ha ido.
Una manera de exorcizar el dolor que causa la muerte del padre, es escribiendo. Lo hizo Jorge Manrique con las “Coplas a la muerte de su padre”. “Fairyland” de Alysia Abbott relata la historia de la autora con su padre homosexual en el Nueva York de los setenta y los ochenta hasta que apareció el sida y Fairyland se convirtió en Nightmareland. “Mi padre y yo” es el intento de J.R. Ackerley de descubrir quién era su padre más allá de sus máscaras y sus dobles vidas.
Luís Antonio de Villena se une a esta literatura elegíaca con su libro “Mamá”, la vida de su madre vista desde el dolor del hijo. Más que una biografía hilada, Luís Antonio de Villena ha querido plasmar cómo era su madre: una fuerza de la naturaleza, orgullosa, fuerte e independiente. La biografía tiene numerosos cabos sueltos porque lo que prima es la emoción del hijo que ha perdido a su madre; no estamos ante la biografía escrita por un biógrafo aséptico, que trata de que no se le escape ningún hecho.
Tal vez, porque está escrita desde la inmediatez, a Villena se le cuelan muchos detalles que para él tendrán una gran fuerza evocadora, pero que al lector se le pueden acabar haciendo pesados. “Fue la Nochevieja de 1973-74. Luis, tú y yo, los tres solos, fuimos a cenar y a tomar las uvas a un lujoso restaurante que estaba en el último piso del aún muy moderno edificio de Torres Blancas, un primor de curvas. El restaurante- cerró hace mucho- se llamaba Ruperto de Nola y tenía vistas altas de luces nocturnas…” y siguen disquisiciones sobre las Nocheviejas que pasaban juntos y cómo dejaron de creer en las Nocheviejas. Y uno las lee y se dice que él también tiene sus experiencias con las Nocheviejas, pero que nunca le han parecido tan relevantes como para ponerlas por escrito.
Otra cosa comprensible, pero que acaba cargando un poco, es la autocompasión desde la que está escrita. Continuamente Villena nos/se recuerda lo solo que se ha quedado tras la muerte de su madre y cómo a los sesenta años, después de una vida de sobreprotección, debe aprender a bandearse solo por el mundo. “No sé si nos dábamos mucha cuenta de que estábamos solos tú y yo. Abunda la soledad, porque es lo que hubo y no escasa (…) Yo te decía que aunque yo fuera muy inútil para atenderte (tal como me habías educado, en esa burbuja de amor y protección excesiva, tal como repetías tantas veces), tú al menos me tenías a mí, pero que pensaras ¿a quién iba a tener yo llegado un caso semejante? Entreveía que yo podría estar peor que tú, pero tú no querías fijarte en ello- como si no tocara-, y mientras viven sus madres, por mayores que sean, creo, los hijos siempre se sienten jóvenes de alguna manera, conservan no sé qué aparente fuerza juvenil…”
En resumen, a veces del dolor intenso puede salir la buena literatura, pero otras veces el dolor sólo produce testimonios autocompasivos.
Literatura Emilio de Miguel Calabiael