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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Al Capone y Napoleón ( y 2)

Emilio de Miguel Calabiael

 

El declive de Napoleón, como el de Al Capone, comenzó cuando en un exceso de hybris trató de abarcar más de lo que podía y no se dio cuenta de que llevaba años granjeándose enemigos, que sólo estaban esperando un desliz suyo, para abalanzarse sobre él. En el caso de Napoleón ese desliz fue la Campaña de Rusia, donde la Grande Armée fue aniquilada. Pronto Prusia y más tarde Austria, se rebelarían contra él y ya todo iría cuesta abajo.

En el declive de Al Capone hubo muchos incidentes, que lentamente fueron indisponiendo a la opinión pública en su contra y que hicieron que el establishment viera en él al enemigo público número uno al que había que aniquilar como fuera. Algunos de esos incidentes fueron, el asesinato de Frank Yale en julio de 1928, la famosa matanza del día de San Valentin en 1929 y el del periodista Jake Lingle en junio de 1930. Deirdre Bair califica el primero de estos crímenes de innecesario. El segundo, aunque nunca se le pudo imputar a Capone, se sabía que estaba detrás, causó gran indignación e hizo que varias agencias del gobierno le pusiesen en el punto de mira. El tercero le puso a la prensa en contra.

Otro de esos incidentes fueron las elecciones primarias de Chicago de abril de 1928. Al Capone apoyaba al alcalde Thompson y mostró su apoyo de la manera más contundente posible: encargando el asesinato de Diamond Joe Esposito, un rival en la Organización que apoyaba a un candidato reformista sólo para joder a Capone. La campaña fue violenta y el alcalde Thompson, que estaba muy seguro de su victoria y tenía la boca como un buzón de correos, tuvo el descaro de decir que en Chicago podías conseguir por una determinada cantidad de dinero que a alguien le rompieran la pierna o le molieran a palos y que lo mismo ocurría en Nueva York; la diferencia era que Chicago informaba sobre esos delitos y Nueva York, no. Contra todo pronóstico, Thompson sufrió una derrota aplastante. Era el primer varapalo importante que recibía el dominio de Capone en Chicago.

Un varapalo acaso más importante, pero que pasó desapercibido para los medios por el secretismo con el que se llevó a cabo, fue la reunión que 27 mafiosos de origen siciliano celebraron en Cleveland en diciembre de 1928 para convertir sus actividades criminales en una organización empresarial a nivel nacional y repartirse territorialmente el país. Capone no fue invitado. Cierto que no era de origen siciliano pero aun así, era considerado como el rey del hampa. Probablemente uno de los motivos de su marginación fuera su excesivo gusto por salir en los papeles; los hombres que se reunieron en Cleveland no querían ni luz, ni taquígrafos. Que no contaran con Capone es un indicio de que su imperio empezaba a desmoronarse.

Waterloo fue el momento del derrumbe para Napoleón. Para Al Capone fue el juicio sobre evasión de impuestos. Ambos, en esos momentos decisivos para sus carreras, se mostraron apáticos, indecisos y muy lejos de la brillantez de sus mejores días.

Napoleón  comenzó la campaña de Waterloo tomando una serie de malas decisiones en lo que se refiere a nombramientos. Al muy hábil Davout, le dejó en París como Ministro de la Guerra, cuando habría sido mucho más necesario tenerlo en el campo de batalla. A Ney, que era un mariscal de caballería muy valeroso, pero que había vuelto de la Campaña de Rusia con estrés post-traumático y siempre había demostrado que era muy bueno mandando unidades pequeñas, pero carecía de visión estratégica, le puso al frente del ala derecha del Ejército. A Grouchy, que carecía de experiencia en el manejo de grandes cuerpos, le puso al frente del ala izquierda. Y, finalmente, a Soult, que era un buen comandante y que conocía bien los métodos de Wellington por haberse enfrentado a él en España, le hizo jefe de estado mayor, un puesto que requiere habilidades organizativas y administrativas de las que Soult carecía.

Esos malos nombramientos aún habrían tenido salvación si Napoleón en 1815 hubiera sido el brillante general de Austerlitz. La realidad es que en sus últimos años su genio militar había declinado y en Waterloo declinó del todo. El Napoleón de esta campaña es un Napoleón apático, sin imaginación y sin energía, que deja a sus subordinados una libertad de acción que el Napoleón de sus buenos tiempos nunca les habría dejado.

Algunos ejemplos. La tarde previa a la batalla de Waterloo no se tomó la molestia de visitar el terreno en el que la batalla se desarrollaría al día siguiente para familiarizarse con él. Su planteamiento de la batalla fue poco imaginativo; consistió básicamente en ataques frontales sin ninguna sutileza táctica. Dejó desde muy pronto que la batalla se le fuese de las manos; al inicio de la batalla Jerome atacó Houguemont, en lo que iba a ser una mera maniobra de distracción. Pues bien, se convirtió en un enfrentamiento que duró varias horas y que consumió inútilmente a miles de hombres. En el momento clave de la batalla, dejó que Ney lanzase a la carga a la reserva de caballería prematuramente y sin apoyo artillero ni de la infantería. El Napoleón de sus buenos tiempos tenía el olfato muy fino para determinar cuándo había llegado el momento de utilizar las reservas y, desde luego, no habría dejado que uno de sus subordinados tomase esa decisión por él.

El equivalente al Napoleón de Waterloo es el Al Capone del juicio por evasión de impuestos. Su comportamiento durante todo el proceso fue entre apático y despreocupado, un poco como el de Napoleón en Waterloo. Deirdre Bair se las ve y se las desea para encontrar una explicación racional. ¿La sífilis que sufría le había empezado a afectar ya al cerebro y a su capacidad de razonamiento? ¿No creyó que después de haber salido incólume de tantos asesinatos ordenados, fuera a caer por una simple cuestión de impuestos? Igual que Wellington reconocería que Waterloo había estado muy reñido y que estuvo en un tris de perder la batalla, los expertos legales que años después han estudiado el proceso contra Al Capone han señalado que el caso estaba cogido con alfileres y que un buen abogado habría conseguido la exoneración del mafioso. Pero Capone no tuvo buenos abogados y la responsabilidad de ello fue exclusivamente suya.

Su primer abogado, Lawrence P. Mattingly, le hizo un flaco favor y más que defenderlo prácticamente dio argumentos a la acusación para condenarlo. El mayor estropicio que le hizo Mattingly a Capone fue una carta que envió a Hacienda en noviembre de 1930, con siete meses de retraso. La carta trataba de exonerar a Capone, pero su efecto fue el contrario: traslucía que Capone tenía fuentes de ingresos no declaradas, pero no aclaraba su origen. Como dice Deirdre Bair: “Muchos otros abogados que han estudiado los problemas legales de Capone se han devanado los sesos, tratando de averiguar cómo pudo haber creído Mattingly que una carta así beneficiaría a su cliente.”

Al final hasta el apático Capone se dio cuenta de que Mattingly era un desastre y lo sustituyó por Thomas Nash y Michael Ahern, que le habían representado en el pasado. A éstos se les unió después Albert Fink, que hacía sus primeros pinos como abogado criminalista. Resulta incomprensible, dada la naturaleza del proceso, que Capone sólo contara con abogados criminalistas y  no hubiese pensado en incluir a alguno especializado en Derecho tributario.

Tanto a Napoleón como a Capone sus enemigos les tenían muchísimas ganas. Durante años habían soportado sus desmanes y en el momento de su derrota serían cualquier cosa menos generosos.

A Napoleón los ingleses le desterraron a la isla de Santa Elena, un peñasco de 121 kilómetros cuadrados azotado por el viento en medio de la nada. Allí pasó seis años, que podemos imaginar aburridos y frustrantes, mientras un cáncer de estómago le iba royendo por dentro.

A Al Capone le trasladaron primero a una cárcel de máxima seguridad en Atlanta y más tarde, tan pronto se hubo terminado su construcción, al infame penal de Alcatraz. El director del nuevo penal era James A. Johnston. Johnston había sido un funcionario sensible y humano, pero en cuanto se vio con poder cambió. Se convirtió en un hombre cruel que le hizo la vida imposible a Capone. Capone resistió como pudo las duras condiciones de la cárcel, pero su salud declinó; la sífilis ya le había alcanzado el cerebro.

A diferencia de Napoleón, la vida de Capone aún tuvo una coda de paz y tranquilidad y casi de felicidad. Salió de Alcatraz a finales de 1939 y hasta comienzos de 1947, en que murió, vivió tranquilamente en Florida rodeado del cariño de su mujer y su único hijo. Es posible que la neurosífilis que afectó a sus capacidades mentales contribuyera a su felicidad. A veces para ser feliz es preciso no ser muy consciente de la realidad que te rodea.

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