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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La India conquistada (y 5)

Emilio de Miguel Calabia el

La Ley del Gobierno de la India de 1935 permitía que el gobierno fuese ejercido por políticos responsables ante el electorado. Como siempre con los británicos, el diablo estaba en los detalles. El poder central sería compartido por políticos indios elegidos, los funcionarios imperiales y los maharajas (eran los reyes de los estados principescos que durante el proceso de conquista llegaron a acuerdos con los británicos por los que entregaban las competencias sobre defensa y relaciones exteriores a los británicos, a cambio de una dosis de autogobierno. En “Esta Noche la Libertad” de Dominique Lapierre y Larry Collins se describe muy bien cómo eran estos pájaros). Por otra parte, los poderes se distribuían de tal manera entre el centro y las provincias, que resultaría casi imposible a los nacionalistas concentrarse en una sola área para aumentar su poder. La Ley del Gobierno al final sólo consiguió enfadar a los nacionalistas y molestar a los maharajas, que vivían muy bien con el status quo existente y no querían cambios.

En febrero de 1937 tuvieron lugar elecciones provinciales, según lo previsto por la Ley del Gobierno de la India. El Congreso se llevó el 62% de los votos y 716 de los escaños en juego. La fragmentación de sus rivales hizo que al final pudiera hacerse con el gobierno de nueve de las once provincias de la India; en seis gobernaría solo y en otros tres en coalición. Lo ominoso fue que el Congreso seguía viéndose como el partido que representaba a la India y no vio que había un 38% del electorado (campesinos musulmanes bengalíes, terratenientes punjabíes, castas bajas en el sur…) que no sentía que el Congreso representase sus intereses. Sobre todo los musulmanes se sintieron arrastrados por un tsunami hindú que los iba a arrasar. 1937 fue el último momento en el que aún una parte importante de los musulmanes creyó que el Congreso podía representar sus intereses. Después de febrero de 1937, las cosas ya no serían igual.

El cisma entre hindúes y musulmanes se agigantaría con el estallido de la II Guerra Mundial. Al inicio de la guerra los nueve ministros provinciales del Congreso dimitieron en protesta porque el Virrey hubiera declarado que la India estaba en guerra con la Alemania nazi sin haberles consultado. Durante la guerra los hindúes se dividieron entre unos que eran partidarios del Japón imperial y otros que, sin desear fervientemente la victoria de Japón, no deseaban colaborar con el esfuerzo de guerra británico. Tanto unos como otros se dedicaron a ponerle palos en las ruedas al Raj en su lucha contra Japón. Los musulmanes, en cambio, apoyaron a los británicos y ocuparon el hueco que la no-colaboración del Congreso había dejado. Los conservadores británicos nunca olvidarían las distintas posturas de las dos comunidades ante la guerra. La partición posterior de la India en parte puede verse en clave de revancha contra los hindúes que les habían causado tantas dificultades durante la guerra.

Más allá de la derrota de la Alemania nazi, el gran objetivo de Churchill era que el Imperio británico saliera de la guerra incólume y continuara siendo un actor imprescindible en el escenario internacional. Sin embargo, desde 1940 se vio que para sobrevivir Gran Bretaña necesitaría de la ayuda de EEUU y EEUU tenía sus propias ideas sobre el Raj británico. El Secretario de Estado Asistente Breckenbridge Long pensaba que la India iba a caer en manos de los japoneses y que sería por los “méritos” hechos por los británicos, cuyo gobierno tachó de “ciego, egoísta y obcecado en los fantasmas del pasado”. Peor todavía, EEUU decía que sus soldados no habían ido a morir en Asia para defender una India británica. Muy a su pesar, Churchill prometió que la India tendría autogobierno tras la guerra.

A la fuerza, a partir de 1944 los británicos comenzaron a presentar la guerra como una empresa común de británicos e indios para defender una India que se autogobernase. Los británicos dieron consignas a los suyos para que no criticasen a Nehru y al Congreso. Se trató a los reclutas indios con mucho más mimo. Se incorporó a los empresarios indios a la toma de decisiones, aunque muchos de ellos sentían que la guerra no iba con ellos y pocos fueron los que compraron bonos de guerra. Aunque el peso financiero del esfuerzo bélico era enorme, el Raj optó por no subir los impuestos y financiar el gasto mediante la impresión de dinero. Como era de esperar, la inflación se disparó, lo que benefició a los grandes industriales y a los terratenientes, que fueron los que más réditos obtuvieron de la guerra.

El final de la guerra pilló al Raj exhausto y sin planes claros sobre cómo sería el día después. Durante seis años su prioridad había sido la guerra y frenar a los japoneses. Tan pronto la guerra hubo terminado, la agitación nacionalista volvió por sus fueros y la división entre musulmanes e hindúes se hizo más fuerte que nunca. La prioridad del Virrey ya no era mantener el poder británico sobre la India, sino simplemente que el caos no se apoderase del Subcontinente.

Wilson considera que fue septiembre de 1946 cuando los británicos entregaron de facto el poder a los indios. El Virrey Wavell entregó la gestión del día a día de la administración central a un gobierno interino indio compuesto por miembros del Congreso y liderado por Nehru. Wavell redujo sus funciones a presidir las reuniones del gobierno interino y a supervisar la desmovilización del Ejército. La formación de ese gobierno fue el último momento en el que musulmanes e hindúes hubieran podido mantenerse unidos. Wavell ofreció a la Liga Musulmana integrarse en él, pero su oferta fue rechazada. A la Liga ya no le interesaba una India unida, sino la creación de Pakistán.

Wavell era del parecer de que en la India o uno gobernaba con firmeza, o mejor no gobernar en absoluto. Dado que sabía que el Reino Unido no tenía ni los medios, ni las ganas de lo primero, preparó un plan de salida ordenada de los funcionarios y las tropas británicas. El plan de Wavell, aunque realista, cayó como una bomba en Londres. El gobierno británico aspiraba a realizar un traspaso ordenado de poderes, que permitiera mantener intacto el prestigio británico y sustentar la idea de que los ingleses se habían ido porque habían querido, no porque les hubieran echado.

Para el último acto de lo que iba pareciéndose ya a una tragicomedia, Londres nombró Virrey al superconectado y muy atractivo Lord Mountbatten, al que dio la instrucción de que preparase todo para la salida de la India en junio de 1948. Mountbatten llegó, vió y decidió que el invento no aguantaba hasta junio de 1948. Anunció a poco de su llegada, que el Reino Unido abandonaría la India en agosto de 1947 y también anunció, pero con menos fanfarria, que la India quedaría dividida en dos estados, uno hindú y el otro musulmán. Nehru reconoció que el Congreso se avino a la partición porque estaba cansado de luchas y prefirió la independencia ya mismo a años de negociaciones con los musulmanes para crear un sistema federal, que igual no habría echado a andar.

Este es el juicio que Wilson hace de los dos siglos de dominio británico sobre la India en la conclusión: “… el gobierno británico en la India se basó en una forma peculiar de poder. Temerosos y susceptibles desde el inicio, los británicos se veían como conquistadores virtuosos pero asediados, cuya capacidad para obrar estaba continuamente atacada. Desde el siglo XVII hasta el XX, encontraron difícil confiar en nadie fuera de las zonas que controlaban. Su respuesta a los desafíos fue retirarse o atacar, antes que negociar. El resultado fue un régimen ansioso y paranoico. El estado británico estaba desesperado por controlar los espacios en los que vivían los europeos. En el resto insistía en la sumisión formal a la soberanía británica. Pero no creó alianzas con sus súbditos, ni construyó instituciones que asegurasen buenos estándares de vida. Los británicos estaban preocupados por mantener la ficción de la soberanía absoluta más que por ejercer el poder real.”

Le he dedicado tantas entradas a este libro que cualquiera diría que me ha gustado. No, no me ha gustado. Me atrajo al comienzo su interpretación rompedora sobre el Raj británico. La idea de que los británicos estaban permanentemente asustados y viendo que en cualquier momento perdían sus posesiones indias, resultaba atractiva e iba contra mucho de lo que había leído.

Pero no sé si me ha convencido. Encontrar testimonios que sustenten tus tesis, siempre es fácil. Wilson los encuentra y los salpimenta con profusión, pero no me acaba de convencer. En todo caso, lo malo del libro no es esto, sino que Wilson se entretiene tanto con los árboles, que apenas nos deja ver el bosque. Por ejemplo, en el capítulo nueve, en el que habla de la construcción de infraestructuras en la India en la segunda mitad del XIX se enrolla con la construcción del ferrocarril a través de Bhor Ghat, al este de Delhi, con los ingenieros James Berkley y George Clark, con el ingeniero experto en regadíos Arthur Cotton, con el ingeniero Proby Cautley, que construyó los canales de irrigación en el Ganges… Cuando uno llega al final del capítulo, ha leído muchos nombres de ingenieros, pero apenas se ha quedado con nada sobre cómo fue en general el desarrollo de las infraestructuras. Y así, así, así.

El entusiasta de la India puede leer después de Wilson “Raj. The Making and Unmaking of British India” de Lawrence James. Es justo el reverso de la obra de Wilson. Aquí los británicos son unos señores muy justos y muy amables, que uno no entiende por qué los desagradecidos de los indios querían que se fueran. En fin, espero encontrar un día un libro bueno y equilibrado sobre el Raj británico.

 

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