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El epílogo de Trafalgar

El epílogo de Trafalgar
Agustín Ramón Rodríguez González el

Normalmente, las narraciones de Trafalgar, especialmente las británicas, suelen terminar en la tarde del día 21, con la imagen de Nelson agonizando, pero orgulloso de su gran victoria. Sin embargo, el epílogo de la batalla aún se prolongó varios días, y es tan interesante por tantos motivos, aparte de ser menos recordado, que bien merece que lo resumamos.

Tras la tristísima noche que siguió a aquella verdadera carnicería, el temporal que los barómetros habían anunciado se presentó a la amanecida del 22, con el resto de la flota aliada fondeado en Cádiz o a su entrada, y los victoriosos pero baqueteados británicos con sus diecisiete presas, custodiadas cada una por entre 70 y 150 hombres.

Cualquiera habría pensado que los heridos Gravina y Escaño se resignarían al aplastante resultado, pero muy lejos de ésto, a las nueve de la mañana del día siguiente, 22, convocaron consejo de guerra a bordo del “Príncipe de Asturias” y ordenaron una salida de los buques que estuviesen en estado de navegar y combatir para recuperar las presas hechas por el enemigo.

Antonio de Escaño, Jefe de EM de Gravina.

Pero el temporal eran tan fuerte que hubo que aplazarla hasta el 23, en que calmó un tanto, tomando el mando el capitán de navío más antiguo, el francés Cosmao, uno de los marinos franceses con más arrojo y decisión. Ni el castigado “Príncipe de Asturias” ni los “San Leandro” y “San Justo”, pudieron tomar parte en la operación, pues por efectos del temporal habían desarbolado en sus fondeaderos.

Así que la división que zarpó al rescate de sus compañeros estuvo compuesta únicamente de los “Rayo”, “Montañés” y “San Francisco de Asís” españoles, y de los franceses “Pluton”, “Heros”, “Neptune” e “Indomptable”, aparte de las fragatas y bergantines.

El hecho nos parece una de las mayores demostraciones de heroísmo y de tenacidad en la Historia Naval de cualquier época: a las pocas horas de un combate como el de Trafalgar, en el que habían sido aplastantemente vencidos, siete navíos de la flota aliada salían de nuevo, denodadamente, a rescatar a sus compañeros, sabiendo que tendrían enfrente a los 27 vencedores y, probablemente, a la otra división de seis que no tardaría en reunírseles desde Gibraltar. Aquello era realmente, luchar hasta el final, pretendiendo arrebatar el triunfo de las garras de la victoria enemiga, y todo, en mitad de un temporal, que al final fue mucho peor enemigo que los británicos.

Algo así, de haber sido realizado por cualquier otra marina del mundo, sería justamente celebrado y recordado, pero aquí ha pasado un tanto desapercibido.

El almirante Collingwood, sucesor de Nelson al mando.

Sorprendentemente los británicos apenas presentaron resistencia: Collingwood debía de estar conmocionado por la muerte de Nelson, por las averías de su propio buque insignia, por las grandes pérdidas en su flota y por el agotamiento de todos. Creyó superior la fuerza de rescate, oculta en parte por celajes y chubascos, y tras corto combate, ordenó deshacerse de la mayoría de las presas, incluso con sus dotaciones británicas todavía a bordo, largando los remolques, salvo los “Bahama”, “San Juan Nepomuceno”, “San Ildefonso” y “Swiftsure”, únicas que conservaron, por haberlas fondeado previamente al socaire del cabo Trafalgar.

En los “Santa Ana”, “Neptuno”, “Algesiras”, “Bucentaure” y “Aigle”, las dotaciones se reanimaron al ver el intento de socorro, redujeron a las dotaciones británicas de presa y se liberaron. Por cierto que ello no significó la liberación de Villeneuve, quien en medio de una fuerte depresión, había sido conducido a la fragata “Euryalus”.

En el destrozado “Santísima Trinidad” los británicos consiguieron evacuarlo, pero no quisieron mover a los agonizantes, muchos de ellos con amputaciones de los miembros, por lo que el hermoso navío quedó a merced de las olas hasta hundirse, entre los gemidos de los abandonados moribundos. Algo parecido sucedió en los “Argonauta” y “Redoutable”.

Hundimiento del Santísima Trinidad en la tormeta, arbolando las dos banderas.

En el “San Agustín” habían quedado 150 ingleses con tres oficiales, que tuvieron que ponerse a picar bombas con los españoles, pues el navío se hundía a ojos vistas. Abandonados a su suerte, la dotación de presa británica se puso a las órdenes de los españoles para la salvación común, y el destrozado buque siguió adelante, intentando llegar a Cádiz con un aparejo improvisado de bandolas, pero al poco debieron fondear, pues se iban contra los arrecifes. Tras varios días de lucha contra el mar y el viento, fueron al fin recogidos por dos navíos ingleses, que evacuaron a todos menos a los moribundos, y pese a que el navío se iba a pique irremisiblemente, pues el agua llegaba ya a la primera batería, tuvieron la crueldad de ordenar que se incendiara. El buque apenas ardió un poco antes de hundirse y acabar así con el sufrimiento de los pobres sentenciados.

El “Intrepide” fue también incendiado por sus captores, pero los “Fougueux” y “Berwick”, arrastrados por viento y olas, se estrellaron en Sancti Petri, y el “Monarca” un poco más al Oeste.

El temporal fue tan terrible, que incluso los buques, ya liberados, que habían llegado a Cádiz, pero que no pudieron entrar o ser remolcados hasta el puerto, naufragaron en los días siguientes, perdiéndose así el “Bucentaure”, “Indomptable”, “Aigle”, y “Neptuno”.

Incluso le llegó su suerte a algunos de los rescatadores, al “San Francisco de Asís” que naufragó, y al lento y poco marinero “Rayo”, que tras el contraataque y perdidos los palos mayor y mesana y el mastelero del trinquete, fondeó en el placer de Rota donde varó. Sin demasiadas complicaciones morales, al día siguiente le atacaron por proa y popa el “Donegal” (el tres puentes de la división de refuerzo) y el “Leviathan”, ante lo que el lisiado navío no tuvo otra opción que rendirse. Ya a remolque, el temporal hizo necesario largar el cable, y el desdichado buque, con una dotación de presa de cinco oficiales y 72 marineros y soldados, embarrancó y se hundió.

Cabe imaginar el inmenso desastre que siguió al ya terrible de la batalla, con los destrozados navíos naufragando cerca de la costa. Pronto ésta estuvo llena de agotados hombres que intentaban ponerse a salvo, y tanto las cañoneras de las fuerzas sutiles, la guarnición de Cádiz y de las baterías costeras, como las poblaciones inmediatas, hicieron todo lo posible por salvarlos, incluyendo a los numerosos ingleses de las dotaciones de presa.

Collingwood, con sus navíos repletos de heridos españoles, y muy reconocido por el buen trato dado a los náufragos británicos, ofreció el 27 de octubre al gobernador de Cádiz, general marqués de la Solana, desembarcarlos para ser atendidos en tierra, quedando así en libertad. A tan humanitaria medida se le respondió por parte del marqués y de Gravina que quedaban libres los supervivientes británicos de los naufragios, lo que motivó un canje total de prisioneros, no sólo de heridos o enfermos. Sumándose después al acuerdo los franceses. Así, de manera tan caballerosa como humanitaria, se palió un tanto aquel auténtico desastre que hizo aún más luctuosa la batalla.

Federico Gravina, el almirante español.

Pero todavía el día 30, y cuando las embarcaciones de uno y otro bando, con bandera de parlamento, no dejaban de transportar hombres, cuatro navíos ingleses, de los recién llegados de Gibraltar, intentaron hacerse con el “Argonaute”, cuando éste era espiado hacia Cádiz, debiendo ser rechazados por el fuego del propio buque, de las baterías del puerto y de las cañoneras.

Aquellos fueron los últimos cañonazos de la tremenda batalla.

Vemos, por tanto, que a los durísimos efectos de la cruenta lucha, como vemos prolongada en los días suseivos,  sucedieron los del temporal, pero ello tuvo una consecuencia inesperada: en una batalla naval de entonces era muy raro que un buque se hundiera, y de hecho solo uno francés lo hizo durante el combate, al volar su santabárbara. Si hoy quedan numerosos pecios por excavar e investigar, y sería crucial que se hiciese y de la mejor y más completa manera posible, es justamente por ese temporal que culminó la batalla. Y de hacerlo de manera tan científica como respetuosa, pues se trata de un auténtico cementerio.

Y eso, al menos, es lo que debemos a los hombres de las tres naciones que murieron tan heroicamente en ellos.

 

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