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Cazando corsarios en “La Mar del Sur”

Cazando corsarios en “La Mar del Sur”
Agustín Ramón Rodríguez González el

Corría el año 1800, España estaba en guerra con Gran Bretaña y los marinos británicos campaban a sus anchas por todos los mares del globo. En cada lugar la amenaza era diferente, pero siempre presente, y así, en las aguas de la “Mar del Sur”, las del Virreinato del Perú, se concretaba en buques balleneros que se dedicaban a tal tarea en tiempos de paz, con lo que se familiarizaban con tales aguas, vientos y corrientes, además de costas y puertos, para dedicarse al corso en cuanto estallaba la guerra, estando bien armados y tripulados por auténticos “lobos de mar”.

Eran tales los daños que causaban en el comercio marítimo, la pesca y hasta las pequeñas poblaciones costeras, que el Virrey ordenó crear una fuerza naval con los escasos medios existentes para perseguirlos y poner fin a sus ataques. Sólo había una fragata de la Armada, la “Santa Leocadia”, que además tenía que asegurar el correo oficial y envíos de fondos a Panamá y otros puntos, así que la tarea recayó por entero en dos balleneros británicos apresados algunos años antes: el rebautizado “Orúe”, por su propietario, Domingo Orúe Merino, un comerciante que había logrado el grado honorífico de alférez de fragata al defender heroicamente poco antes su barco del ataque de un corsario, y la “Cástor”, que conservó su nombre, al del teniente de navío Francisco Gil de Taboada.

Tal era la falta de medios y de hombres, que los tres buques se repartieron los cien soldados del Regimiento de Infantería de Lima para completar sus dotaciones, siendo un teniente de esta unidad el segundo de a bordo de Orúe, también hubo que echar mano de artilleros del Ejército, y de cualquiera que tuviera una cierta experiencia marinera.

La escuadrilla zarpó de El Callao el 21 de enero de 1800, dirigiéndose a las Galápagos buscando al enemigo, no hallaron ninguno y la patrulla se prolongó hasta que en marzo, los tres buques se separaron por una u otra razón. Mal pintaban las cosas, pues aquellos improvisados buques de guerra se exponían a   ser batidos aisladamente por sus más experimentados enemigos.

El 3 de abril la “Orúe” avistó a tres corsarios enemigos, y pese a su inferioridad, no dudó en darles caza, retirándose los británicos y perdiéndose en el horizonte. Pero prosiguió la caza y el tenaz Orúe las  encontró el día 5, formadas en línea y dispuestas al combate dos de ellas, y la tercera más separada. Pese a su novata tripulación y a que sólo tenía una veintena de piezas de a 6 y 4 libras de bala, contra los ocho cañones de a 18 y dos de 5 de una de las enemigas, y ocho de a 12 de la otra, la “Orúe” se lanzó al ataque desde barlovento y consiguió rendir a la primera a las diez de la mañana y la otra a las cinco de la tarde, habiendo sufrido un muerto y seis heridos por su parte, con tres balazos en la flotación, rendido el mastelero de velacho y astillado el de trinquete, aparte de otros daños en casco, velamen y jarcia. Pese a ello, aún apresó a la tercera, que se había batido en retirada, el día 10, con otros diez cañones, que ni intentó defenderse al comprobar la decisión y arrojo de la   única  española. Eran las “Britain”, “New Castor” y “Katerine”, con sus enteras tripulaciones, su valiosa carga de aceite de ballena y pieles de foca, y no pocos productos de   sus  correrías corsarias.

Aún quiso dar caza a un cuarto corsario, pero el agotamiento de los hombres era visible, reinaba ya el escorbuto por la larga navegación, así que el triunfador Orúe decidió tomar tierra en Arica para adquirir noticias, víveres frescos y aguada, y desembarcar a los numerosos enfermos.

Por su parte, la “Cástor” siguió con su patrulla hasta dar con la “Henry” que había apresado al mercante “San Ramón”, tras matar a su capitán Ramón Manzanal, varios hombres y bastantes heridos y lo conducía marinado como presa. El combate fue el 2 de octubre de aquel año.

La española montaba solamente catorce cañones de a 4 y dos de a 6, llevando la inglesa catorce de a 6, con lo que  era evidente la superioridad británica, sin contar con la experencia superior de sus artilleros, así que Gil de Taboada se decidió a dar un abordaje, dado por 30 marineros y 15 soldados, que tomaron la británica de un solo ataque, muriendo cinco ingleses y resultando varios más heridos, sin bajas por su parte, su capitán era un tal William Watson. Y de paso, se recuperó la “San Ramón”, que marinada por el enemigo, fue testigo pasivo del combate.

No estaba nada mal que dos  improvisados corsarios, con dotaciones novatas e inferior artillería fueran capaces de acabar con cuatro enemigos, pero las victorias continuaron, si bien de forma mucho más sorprendente y meritoria.

Otro corsario británico, famoso por sus éxitos y saqueos, se dirigía a las costas de China con su botín, en el que se incluían cinco marineros españoles tomados presos no se sabe con que intención, pero seguramente  poco agradable. Aquellos hombres se debían temer lo peor, y la noche del seis de enero, a eso de las cuatro de la madrugada, consiguieron salir de su encierro. Eran, según parte oficial, un andaluz, un vizcaíno y un gallego, los otros dos seguramente eran americanos. Decididos a todo, el andaluz, que había conseguido escamotear al registro de sus aprensores su cuchillo de marinero, mató al piloto y al contramaestre, medio dormidos y al timón uno y de guardia el otro, seguidamente entró en el camarote del capitán e hizo lo mismo, aunque éste dió la voz de alarma antes de morir, alertando a la tripulación, que dormía en el sollado.

Eran cinco españoles contra 19 corsarios, pero se colocaron alrededor de la escotilla y cuando los corsarios asomaron la cabeza, los fueron tomando presos sucesivamente, cortando el brazo de un hachazo al que presentó la mayor resistencia.

Quedaron así los cinco españoles dueños del buque, con el cuidado de tener a 18 enemigos dispuestos a tomarse la revancha a su primer descuido, y en estas tremendas condiciones no dudaron en emprender el largo viaje de vuelta, pues estaban ya casi en mitad del Pacífico. Tras larguísimas semanas de navegación en esas condiciones, tuvieron el inesperado refuerzo de cinco marineros y un práctico que les cedió un mercante español que se cruzó con ellos, dando fondo en Guayaquil 40 días después de su increíble hazaña. El gobernador estimó la presa en nada menos que 300.000 pesos de la época, y como primera recompensa, les puso un sueldo mensual, recomendando al virrey diera las mayores recompensas a tan bravos como diestros hombres.

Estos hechos parecerían nacidos de la más exaltada imaginación de un novelista, y sin embargo están plenamente comprobados tanto por la Gaceta de Madrid de entonces como por el gran historiador que fue Fernández Duro.

Como tantas veces ocurre, la realidad supera la fantasía, y como suele suceder en España, hechos como los narrados son virtualmente desconocidos.

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Agustín Ramón Rodríguez González el

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