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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

El búnker secreto del almirante Yamamoto

El búnker secreto del almirante Yamamoto
Francisco López-Seivane el

En el descenso, el Focker de Air Niuguini en el que viajaba ya  me ofreció una hermosa vista de la bahía de Rabaul, perfectamente circular y festoneada por no menos de seis volcanes. Por un momento, me sentí atrapado por la magia indescriptible del paisaje hasta caer en la cuenta de que la inmensa columna de humo blanco que ascendía hacia el cielo desde la boca cónica y negra del pequeño Tavurvur eran los gases de una reciente erupción que tenía al océano hirviendo como un puchero y había generado un río ocre de sulfuro que cruzaba la bahía. Desde el aire, parecía un brochazo impresionista pintado sobre el agua. Fue entonces cuando lo racional se impuso a lo bucólico y comprendí que la hermosa bahía que se extendía a mis pies no era otra cosa que una inmensa caldera volcánica en plena actividad. Entonces entendí la razón por la que sus aguas eran tan profundas que permitían a los submarinos acercarse sumergidos hasta la misma orilla.

La bahía de Rabaul, una auténtica caldera volcánica/ Foto: F. López-Seivane
Cenizas humeantes y un brochazo de sulfuro al pie del Tavurvur/ Foto: F. López-Seivane

Poco después, el avión se posaba suavemente sobre la pista del nuevo aeropuerto de Rabaul, capital de la isla de New Britain, en medio de un verde esplendoroso. El viejo aeropuerto, al pie del volcán, había quedado sepultado en la última erupción bajo varios metros de ceniza. Pero cerca del Tavurvur la tierra ya verdeaba ocultando la densa capa de ceniza negra que cubrió más de la mitad de la ciudad en 1994. Esa vez Dios estuvo de parte de los católicos y muchos salvaron su vida refugiándose en la iglesia alemana, cuyos tejados inclinados dejaron resbalar la ceniza al suelo. Fue uno de los pocos edificios que quedaron en pie, junto al Hotel Rabaul y algunos galpones del puerto. La mayoría de las casas, de techumbre plana, no resistieron el peso de las rocas pulverizadas que llovieron durante días sobre ellas hasta derrumbarlas.

La reconstruida iglesia de los alemanes/ Foto: F. López-Seivane

Hoy no queda en la ciudad ni el cinco por ciento de los habitantes que había entonces. La inmensa mayoría optaron por trasladarse a Kokopo, a unos veinte kilómetros de distancia, lo que les permitía seguir contemplando la chimenea humeante del Tavurvur sin sobresaltos. Como si de una moderna Pompeya se tratara, la mitad de Rabaul permanece enterrada bajo varios metros de una ceniza tan fértil que ya estaba empezando a crecerle selva cuando la visité. Lo que cuesta en Castilla criar un poco de hierba no es nada comparado con lo que cuesta aquí evitar que la lujuriante selva se lo coma todo.

Un grupo de indígenas con el volcán al fondo/ Foto: F. López-Seivane

Gran parte de lo que hace poco constituía una bella población abrigada en la bahía no es ahora más que una escombrera cubierta de maleza. Por una pista de picón negro todavía se accede al bunker desde donde el almirante Yamamoto dirigió la campaña del Pacífico contra las fuerzas aliadas. Al término de la guerra, el bunker se convirtió en un museo al que ahora no se puede entrar, aunque me aseguran que aún conserva los espléndidos mapas de la isla que especialistas militares dibujaron primorosamente en paredes y techos con tinta japonesa.

Entrada al búnker de Yamamoto/ Foto: F. López-Seivane

En 1914, tras estallar la I Guerra Mundial, fuerzas australianas tomaron la isla de New Britan [la isla de Nueva Bretaña es la mayor isla del archipiélago Bismarck, en Papúa Nueva Guinea], donde los germanos habían instalado su capital, y se hicieron cargo de los territorios de la colonia hasta que, en 1942, los japoneses, conscientes de la gran importancia estratégica del puerto de Rabaul, la invadieron para instalar allí el Cuartel General de su flota en el Pacífico, al mando del famoso almirante Isoroku Yamamoto, el estratega responsable del bombardeo de Pearl Harbour.

La verdadera razón por la que los nipones eligieron Rabaul fue la profundidad de las aguas de su puerto que permitía a los submarinos acercarse casi hasta la misma costa y emerger por la noche para abastecer a la guarnición de víveres y municiones, burlando la estrecha vigilancia de la Marina y la Aviación aliadas. Las barcazas de desembarco se dirigían directamente a túneles excavados en la roca donde permanecían ocultas durante el día. Yamamoto hizo construir un entramado de cerca de setecientos kilómetros de túneles donde soldados y equipos se abrigaban de las bombas aliadas.

Restos de una barcaza de desembarco de las que se transportaban víveres y armas de los submarinos a los túneles/ Foto: F. López-Seivane

Las feroces y constantes batallas navales y aéreas que tuvieron lugar allí no consiguieron que la ciudad cayera hasta el final de la contienda. Numerosos restos de navíos, cazas y bombarderos de ambos bandos alcanzados por el fuego enemigo son ahora una rara atracción, diseminados por las selvas y aguas que circundan la Península de Gazelle.

Restos de un caza abatido en los alrededores de Rabaul( Foto: F. López-Seivane

La belleza natural del paisaje es superlativa, pero no es mucho lo que un turista puede hacer aquí si no está interesado en vulcanología o en las hazañas bélicas de la Guerra del Pacífico. Los alemanes, dueños y señores de la isla hasta 1914, dejaron varias misiones e inmensas plantaciones de cocoteros que todavía perfilan el paisaje con la belleza de sus palmas y la escrupulosa geometría de los esbeltos troncos que se extienden hasta el infinito en impecables ringleras, produciendo cada año una cantidad ingente de copra que ha convertido a la provincia de East New Britain en la más próspera de Papúa Nueva Guinea. Y también en una de las más visitadas por haber sido, como digo, el formidable escenario en el que las grandes potencias militares del siglo XX cruzaron a muerte sus cuernos de fuego ante la mirada atónita de los indígenas.

Bonita vista de la boca humeante del volcán Tavurvur/ Foto: F. López-Seivane

Navegando lentamente por la bahía en el único barco a motor que se veía sobre el agua, me llamaronn la atención unos peculiares pájaros que no cesaban de sobrevolar el volcán. Mi acompañante me dijo que se llaman ñiok y abandonan los huevos, de mayor tamaño que su propio cuerpo, en el suelo para que se incuben rápidamente con el calor que desprende la tierra. No hace falta decir que la mayoría de esos huevos terminan en las sartenes de los espabilados indígenas que no temen acercarse en sus canoas a las faldas del volcán, donde hierve el agua del mar y huele permanentemente a azufre.

El Tavurvur en plena actividad/ Foto: F. López-Seivane

 

 

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Francisco López-Seivane el

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