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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La poeta que escribía versos libres (1)

Emilio de Miguel Calabia el

Si hubiera leído “La insoportable levedad del ser”, habría sabido que las relaciones que nacen de la casualidad son las que están determinadas por el destino. Casarse con la vecina del tercero con la que te pasaste la adolescencia cruzándote en el portal, no tiene ningún mérito. El mérito es cuando te emparejas con la persona con la que no tenías nada en común, con la persona con la que coincidiste siete minutos en el andén del metro, con la forastera que te preguntó por una dirección, con la cinéfila que sólo veía cine independiente y esa noche se metió a ver una de la Guerra de las Galaxias porque estaba de bajón y no tenía humor para soportar las crisis existenciales de los protagonistas, cuando ya tenía una crisis existencial en su interior… La casualidad es jodida, porque los hombres le resultan indiferentes en el mejor de los casos. En el peor, le divierte burlarse un poco de ellos y lanzarlos por caminos que ellos no hubieran cogido ni en un millón de años.

Si Manuel hubiera leído “La insoportable levedad del ser” y hubiera tenido una bola de cristal, se habría quedado en la oficina hasta las ocho, poniendo orden en el archivo, ordenando las facturas la declaración del IVA o simplemente curioseando en Facebook. Sólo mucho más tarde, caería en la cuenta de todas las casualidades que habían hecho falta para que esa tarde fuese al Paseo Poético Primaveral, pero para entonces ya no tenía remedio.

Enumeración de las casualidades que hicieron falta: 1) Que el jefe esa tarde no hubiese ido al trabajo, porque el almuerzo con los socios alemanes se prolongó más de lo esperado y el coñac de la sobremesa le sentó como era de esperar y más después de las dos botellas de Marqués de Cáceres que cayeron en la comida; 2) Que la noche anterior hubieran echado en la televisión “El club de los poetas muertos” y por enésima vez en los últimos cinco años se hubiera preguntado si quemarse las pestañas en ese trabajo de mileurista era realmente lo que quería hacer con su vida; 3) Que era comienzos de mayo y después de una semana de tiempo desapacible, finalmente hacía una tarde primaveral; 4) Que su amigo Javier, que trabajaba en la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento, le había rogado que se uniese aquella tarde al Paseo Poético Primaveral, que casi nadie se había apuntado y amenazaba con ser un fracaso. En su tarea de persuasión/convicción Javier había insistido en que a esos paseos casi exclusivamente iban mujeres; 5) Que llevase más de tres meses sin haber abrazado/sido abrazado por una mujer; 6) Que su último desengaño lo hubiese tenido hace sólo cuarenta y ocho horas, cuando una cita concertada a través de Meetic únicamente necesitó de quince minutos para determinar que Manuel era muy poco interesante y que no sólo no era el hombre de su vida, sino ni tan siquiera el hombre de esa noche. Es más, que no le dedicaría ni los quince minutos que hubieran sido necesarios para echar un polvo rápido en los lavabos.

Manuel salió de la oficina dos horas antes de lo habitual, sin saber que la decisión no era tanto suya como de ese destino un poco cabrón que le había puesto seis casualidades en su camino. Manuel se tropezó con todas y cada una.

Cuando llegó a la Plaza de la Cebada, el Paseo Poético Primaveral apenas estaba empezando. Javier con un megáfono estaba dando las últimas instrucciones. Desde lejos Manuel observó al grupo, buscando posibles objetos de abrazo. La posibilidad de un polvo rápido de quince minutos en los lavabos de alguno de los bares de la plaza ni se le pasó por la cabeza, lo que decía mucho de su sentido de la realidad y de su sobriedad.

El grupo de poetas paseantes primaverales era escaso. Javier había acertado con lo de la proporción hombre/mujer, pero no le había contado toda la historia. Las mujeres pertenecían al género ama de casa menopáusica que pasados los cincuenta ha descubierto la poesía/ está harta de su marido y sus hijos y busca cualquier excusa para salir de casa/ divorciada cincuentona con ganas de encontrar pareja, pero por desgracia la pareja buscada no es Manuel, que tira a poco interesante, poco agraciado físicamente y parte con retraso en la carrera para convertirse en el hombre de la vida de nadie. Él, por su parte, teniendo en cuenta que se acerca a los cuarenta, pero no los ha cumplido, y que tiene una imagen de sí mismo dos peldaños por encima de la que le correspondería objetivamente, tampoco tenía en su libreta de tareas pendientes “ligar con una menopáusica”. Los escasos hombres del grupo eran más inclasificables: el jubilado viejo verde, el trovador anarco, de pañuelo palestino en el cuello y puño presto a alzarse en cuanto oye palabras como “revolución”, “libertad” o “próxima parada Estadio Santiago Bernabeu”, el jovencito soñador, que un siglo atrás habría muerto de tisis y en este siglo XXI estaba condenado a convertirse en mileurista de mayor y no podría morir de tisis porque: a) se inventaron los antibióticos; b) se desmanteló la Seguridad Social, con lo que la gente ya no enferma de tisis, porque no puede permitirse ir por lo privado.

No fue hasta el segundo análisis visual, realizado a veinte metros del grupo, que descubrió que uno de los poetas paseantes primaverales reunía dos interesantes atributos: no-hombre y no-menopáusica. Manuel se dijo que su presencia en el poético paseo primaveral ya estaba más que justificada.

Rasgos de la persona no-hombre y no-menopáusica que atrajeron a Manuel: a) Era delgada, acaso rozando lo extremadamente delgado; b) Tenía el pelo negro y liso cortado a lo garçon; c) Tenía una nariz levemente aguileña que, con buenos ojos, podía decirse que entonaba con el resto de rostro; d) Tenía un rostro anguloso, como de mujer interesante; e) La falta de glándulas mamarias en la parte delantera, era compensada por un trasero firme y del tamaño exacto para cualesquiera posturas sexuales y/o ensoñaciones eróticas; f) Todavía no le había dicho que era poco interesante.

Rasgos de la persona no-hombre y no menopáusica, que hubieran debido alarmar a Manuel: a) Tenía unos ojos negros que miraban con una intensidad especial, como si quisieran abducir cada objeto sobre el que se posaban; b) La manera un poco crispada con la que agarraba la hoja en el que sin duda llevaba escrito su poema, la manera de estar de pie cambiando cada cinco minutos el peso de una pierna a la otra, un ligero temblor en el labio, las uñas completamente comidas, cosas que aisladamente no significaban nada, pero que juntos indicaban nervios, inquietud, desasosiego, tendencia a la histeria; c) Su aspecto, a saber: vaqueros acampanados, chaleco floreado, sobre una camisa blanca, pañuelo fucsia al cuello, un pendiente indio, historiado y de latón en una oreja y nada en la otra. Parecía una hippie que no supiera que los sesenta se habían terminado.

Si Manuel hubiera follado algo en las tres semanas precedentes, acaso habría visto que la persona no-hombre y no-menopáusica llevaba tatuado en la frente “alerta, no acercarse, peligro de muerte”. Pero Manuel ya había cruzado esa barrera sutil a partir de la cual son las gónadas las que toman las riendas de las acciones de un hombre y no el cerebro.

 

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