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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Otro hermoso día en Pekín

Pablo M. Díez el

Al regresar a China después de las vacaciones de Navidad en España, me he encontrado con otro de esos hermosos días grises tan habituales ya en Pekín. Con la ciudad cubierta por una espesa niebla (“smog”) que impide ver un palmo más allá de tus narices, la contaminación ha vuelto a dispararse por encima de los índices considerados “dañinos” para la salud. Literalmente, ya estamos en el más allá… de la polución.

La "no vista" desde mi ventana: Pekín cubierto por la densa niebla de la contaminación.

Pero las partículas tóxicas que flotan en el ambiente no constituyen el único encanto de esta caótica megalópolis de 20 millones de habitantes, desgraciado ejemplo del mundo futuro que se nos avecina al más puro estilo “Blade Runner”.

Para darme la bienvenida a casa, a las ocho de la mañana me han despertado los martillazos en una pared y los agudos chirridos metálicos de una radial en la enésima obra que hacen los vecinos del bloque en los últimos meses. Al vivir en la planta 27 de un edificio con más de 35 pisos, poco importa que los albañiles estén trabajando en el tercero o en la puerta de al lado; el eco que resuena por el hueco de la escalera traslada el insoportable ruido como si se hallaran a los mismos pies de la cama.

Al descorrer la cortina, no veo nada. Al otro lado de la ventana no hay más que una mancha blanca que oculta la torre de colores que se levanta a menos de 50 metros de mi edificio. Y de inmediato me deprimo porque hace sólo unos días me estaba maravillando del cielo azul de mi Córdoba natal y sus preciosos atardeceres, cuando los últimos rayos del sol tuestan las nubes blancas que se perfilan sobre el horizonte y, tamizados, se cuelan entre ellas dando lugar a una amplia gama de tonalidades en los árboles y la tierra. En Pekín, la “no vista” consiste en una jungla de asfalto y cemento monocromática: gris.

La espesa capa de polución reduce la visibilidad a menos de cien metros.

Aún adormilado, me dejo llevar por el acto reflejo de abrir la ventana para ventilar el dormitorio. Pero, movido quizás por un innato instinto de supervivencia, me detengo justo a tiempo. Por muy cargado que esté el aire dentro, no será tan malo como el de fuera.

En días así, intento siempre quedarme en casa, pero no me queda más remedio que salir a la calle. Por supuesto, me enfrento a semejante aventura de riesgo pertrechado con el último modelo de máscara antigas, dotada con filtros para absorber las diminutas partículas tóxicas que flotan en el ambiente y se cuelan en los pulmones, y un buen abrigo, gorro, guantes, bufanda, camiseta térmica, jersey, pantalones de pana, leotardos, calzoncillos como los de las películas del Oeste y botas, ya que fuera hace varios grados bajo cero.

Por si no bastara con la polución exterior, los empleados del par de oficinas que funcionan en mi planta se están echando un cigarrito en el pasillo, justo debajo del cartel de “No fumar”. Vuelvo a pelearme con ellos indignado y repiten “sorry, sorry” agachando la cabeza, pero tanto ellos como yo sabemos que, cuando vuelva por la tarde a casa, los volveré a pillar fumando otra vez. Al cabo de varios meses de broncas, al menos ha habido algún que otro progreso y ya no tiran las colillas al suelo del pasillo, justo al lado de la papelera, sino al de la escalera, junto a los contenedores de basura.

Con la paciencia ya desgastada nada más salir de casa, tengo que esperar más de cinco minutos a que llegue el ascensor a la planta 27 y otros cinco a que baje. Aunque funcionan tres elevadores, en este edificio hay tantas oficinas que el trasiego de gente es constante durante todo el día. Como de costumbre, el ascensor está lleno, pero me abro un hueco y me apretujo como puedo entre sus ocupantes, que se van moldeando y adelgazando cada vez que paramos en una planta y entra más gente.

La superpoblación china, también en el metro y los ascensores.

La superpoblación china también se nota, por supuesto, al salir a la calle. Intento tomar un taxi, pero sigue siendo misión imposible en Pekín. Con el aumento del nivel de vida y la restricción de matrículas para controlar el tráfico, ineficaz por otra parte para acabar con los sempiternos atascos, cada vez hay más competencia para coger un taxi. En los cruces, decenas de personas esperan estoicamente a que pase algún taxi o corren detrás de uno cuyo conductor no los ha visto o no ha querido verlos. Con tanta demanda, los taxistas se permiten el lujo de rechazar a los pasajeros si van a algún lugar cuya carrera no resulta demasiado rentable. Por si fuera poco, las compañías privadas que explotan el servicio, y de paso a sus conductores, son tan eficientes que realizan sus cambios de turno en plena hora punta. Si uno tiene suerte y, por fin, consigue tomar un taxi, se va a encontrar con un conductor maleducado que no le dirá ni “Ni hao” (hola, en mandarín) y que gruñirá con desgana al oír la dirección mientras se saca el cerumen de la oreja con una llave o con la uña larga que, para tal fin, muchos se dejan crecer en el dedo meñique. A pesar del frío y la contaminación, es conveniente bajar la ventanilla para no perecer asfixiado por un hedor insoportable a ajo y ventosidades con el fin de ventilar un poco el interior del coche, donde los taxistas duermen de noche. Y así, cómodamente atrapado en el atasco, uno puede pasarse las horas muertas hasta que llega a su destino. Tampoco es que tengan más suerte los que se desplazan en metro, que viajan como ganado estabulado.

Ante tal perspectiva, doy media vuelta nada más pisar la calle y regreso a casa. Aprovecho los diez minutos que tardo de nuevo en subir para meditar, muy seriamente, sobre el milagro económico chino del que tanto escribimos los periodistas y que tiene a todo el mundo asombrado.

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