Cuando llega la Navidad en los países occidentales, los padres compran a sus hijos pistolas y escopetas de plástico para que jueguen a policías y ladrones o a la guerra. En buena parte del noreste de Birmania, sobre todo en los estados Shan y Kachin, los niños no necesitan tales juguetes para divertirse “matándose” unos a otros pegando tiros en combates de mentira. Aquí los niños juegan a la guerra de verdad y con armas de fuego reales.
En el Estado Wa, fronterizo con China y controlado por una potente guerrilla de 20.000 hombres, el Ejército arrebata uno de sus hijos a los campesinos para unirlo a sus filas. En los desfiles militares y puestos de control de las carreteras hay menores un poco más altos que los “kalashnikov” que portan.
Es el precio que deben pagar por la miseria que atenaza a sus pueblos, que dependen casi exclusivamente del opio que puedan cultivar los campesinos porque las plantaciones de arroz sólo les dan para comer durante medio año.
Por ese motivo, los padres entregan encantados sus hijos al Ejército del Estado Wa Unido, ya que así se aseguran de que, al menos, podrán comer caliente un par de veces al día y luego cobrar un sueldo mensual de unos 7 euros.
Lo mismo ocurre con las niñas, muchas de los cuales son educadas en un colegio de la guerrilla. A cambio de recibir una instrucción escolar y militar y ser alimentadas, las muchachas no podrán volver a sus pueblos y deberán casarse con un soldado cuando concluyan sus estudios. En caso de que incumplan esta promesa o se queden embarazadas antes de terminar su formación, son enviadas durante cuatro años a campos de trabajos forzados donde los prisioneros, encadenados con grilletes como si fueran esclavos, pican piedra de sol a sol o se dedican a realizar obras públicas que luego resultan inútiles por la falta de ingenieros y tienen que volver a repetir.
En Birmania, la guerra es un juego de niños.
FOTOS: WANG YIZHONG
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