La frase de alto significado metafórico pronunciada hace tantos años por el genial pintor Cecilio Mariano Guerrero Malagón: «cuando la miro desde el Valle, Toledo me parece un gran cementerio», se convierte con frecuencia en pura realidad en cuanto se escarban los suelos de la milenaria Toledo. Tras la verja metálica, dos arqueólogas trabajan concienzudamente en labores de limpieza de los restos óseos hallados recientemente en un solar de la calle General Villalba, muy cerca del inacabado edificio «Quixote Crea», donde hace cinco años salieron a la luz 1.500 tumbas medievales. Toledo, una ciudad con más muertos en el subsuelo que vivos en la superficie, se ha acostumbrado ya a convivir con estos vecinos silenciosos de otros tiempos y otras vidas. La llanura norte de la ciudad, que conforman los barrios de Santa Teresa, la Reconquista y San Lázaro, se asienta sobre un enorme cementerio donde romanos, visigodos, judíos, musulmanes y cristianos duermen su sueño eterno junto a los toledanos de recientes generaciones. Algunos dudan de la veracidad de esa tolerancia toledana del lejano tiempo en que en la ciudad convivieron tres culturas, argumentando que esa convivencia de razas y religiones fue más bien un entente no tan cordiale de tiras y aflojas. Sea como fuera, existió, y esa es la grandeza de Toledo, esa amalgama de vidas entrecruzadas impresa en el alma vieja de la ciudad.
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