Es entonces, en esos momentos finales, cuando todo el acervo genético alimentado generación tras generación acerca su cuerpo hacia la confortable lumbre del enorme salón del castillo, perro aristocrático de cabeza pequeña y ojos dulces. Mientras se siente desfallecer, mientras sus pulmones apenas contienen ya el aire indispensable para un soplo de vida, las pequeñas pezuñas de sus patas traseras cuelgan a un palmo del suelo y su esbelto cuello exhibe un reguero de sangre reseca.
Lleva así días, colgado de un árbol, mientras a lo lejos silban las balas de los cazadores y el otoño florece alrededor. Ya no puede ladrar, está a punto de morir. Y es un galgo, un perro de caza fiel al amo hasta el final, a ese que ahora le da muerte indigna de una raza de siglos.
Como dice la sentencia del juez, signo de la España profunda esta forma de acabar con los animales que acompañan nuestras vidas, como tantos otros rastros que aún perviven en este país de hombres que no aman a los galgos ni aman la nobleza pues se solazan entre gritos de caverna. Con la misma raíz del asesino doméstico de mujeres y niños, de algunas costumbres taurinas o cabras arrojadas desde campanarios
Un fallo judicial que ha conmovido las conciencias, que ha redimido a las asociaciones ecologistas del sambenito de actuar por intereses espurios. Una sentencia que nos reconcilia con la vida, con la civilización, en suma; con esos ciudadanos alemanes, ingleses o suecos, -como Stieg Larsson, autor de la famosa trilogía que comenzó con «Los hombres que no amaba a las mujeres»-, que mes tras mes se convierten en padres adoptivos de decenas de galgos recuperados al borde de la agonía en tierras de caza españolas, como la nuestra, aquí mismo, en Toledo, donde hace siglos convivieron tres culturas fuente de conocimiento y saber.
El galgo acaba de morir, el viento echará de menos el roce de su cuerpo que, largo y estrecho, se queda pegado al tronco del árbol, integrado en su corteza, mientras el otoño vuelve a rendir homenaje a la madre Naturaleza.