Domingo trabajaba en una ferretería del barrio, en el Polígono residencial. De mediana edad, no se había casado, y vivía con su madre en un piso modesto. Aquel día había quedado con Alfredo, que pronto perdería su trabajo en una tienda que vendía uniformes, delantales o monos de trabajo. Cuando se acercó al escaparate apreció algo que nunca antes había visto en su vida. Sí, era un delantal de cocina, estaba claro, pero era mucho más que eso, era un mundo diferente, una realidad sublime de la que no podía apartar la mirada. Su amigo tuvo que pasarle la mano por los alucinados ojos para que despertara del sueño y, confuso, preguntó qué era aquello. “¿Pues no lo ves? El entierro del conde de Orgaz, del Greco, hombre”. Tomando una cerveza en el bar de siempre, el pobre Domingo, aún confuso, se enteró de que cuadros del mismo pintor llevaban expuestos casi tres meses en el Museo de Santa Cruz de Toledo, en el casco antiguo, que no pisaba desde que su única novia le dejara plantado un día en medio de Zocodover para no volver jamás.
Llegó a la taquilla y sacó la entrada. Después de esperar bajo un sol de justicia en una cola interminable que casi llegaba al Arco de la Sangre, Domingo entró en el nuevo mundo. Salió tres horas después, con el rostro mudado, sonriente, aturdido, feliz; tanto, que se golpeó un ojo con el mástil del cartel anunciador de la magna exposición “El griego de Toledo”.
Al día siguiente volvió, y al otro, y logró sacarse una entrada diaria hasta la clausura de la muestra, lo que le obligó a acudir a la reventa y previamente retirar del banco unos pequeños ahorros. Su madre lo notaba raro, distante, y lo achacó a la primavera y a que todas las mañanas se olvidaba el antihistamínico sobre la mesa de la cocina. En el trabajo dijo que estaba enfermo y las alcayatas, clavos y tornillos de los estantes comenzaron a echarle de menos.
Aunque aún era primavera, el verano se había presentado por sorpresa en la ciudad. La exposición echaba el cierre para que los más famosos cuadros del cretense retornaran en diáspora a los museos más importantes del mundo, que anhelaban su vuelta. Domingo vio cómo los últimos visitantes salían ya por la puerta y sintió una honda tristeza. Aquella noche no llegó a dormir, contó su madre al policía de turno, que no hizo mucho caso a aquella mujer. “¿42 años, dice usted? Señora, por favor, que ya es mayorcito!”.
Transcurrida una semana, la denuncia por desaparición surtió efecto. Interrogado el personal del museo, una azafata contó que el hombre entraba cada día y se pasaba las horas hechizado ante “El soplón”, aquel cuadro en que un muchacho trata de encender una candela. “¡Tenīa su misma cara!, inspector!”. Con la ayuda de Interpol fue registrado el
Museo de Capodimonte de Nápoles, adonde el cuadro había vuelto, en busca de alguna huella, algún indicio del español desaparecido. Tampoco nada se encontró en el furgón que trasladó el lienzo desde el aeropuerto italiano. Domingo había desaparecido, se había volatilizado en el aire como el humo de la candela del extraordinario retrato del Greco.