Bueno, ahí tienen al magnate judío Sheldon Adelson, forrado de dólares, la decimocuarta persona más rica del mundo, y sin embargo viejo y caduco, viviendo quizá la última parte de una vida de lujos y placeres que el resto de los mortales solo atisban en sueños que se evaporan al despertar. Con gesto cansado, el promotor del ansiado casino de Eurovegas está sentado en una silla blanca instalada junto a otras en la Sala Capitular del Ayuntamiento de Toledo, donde fue recibido con todos los honores y con algo de prisa por el alcalde, Emiliano García- Page, que había quedado a la misma hora con los periodistas en el populoso barrio del Polígono y que faltó a su cita por cumplimentar a tan ilustre visitante.
La movilidad reducida de Adelson, de 80 años, no impidió que entrara al Ayuntamiento por la puerta del Pleno, porque hasta allí mismo le llevó un vehículo negro que no tuvo reparos en subir por el viejo empedrado escalonado que separa el Consistorio del Palacio Arzobispal. A su alrededor, todos solícitos, más que nada por si de alguno de los bolsillos de esa horrible chaqueta a cuadros dejaba caer algo de propina, aunque juraría que no llevaba suelto. Pero Sheldon está cansado, distraído. Mientras apoya su brazo derecho en la empuñadura de un bastón, con la mano izquierda sujeta un móvil diminuto con el que compra casinos, aeropuertos, hoteles de lujo u otro tipo de garitos, que el dinero no entiende de escenarios si sobre éstos el poderoso caballero de Quevedo se reproduce hasta el infinito. Y si hay que fumar dentro, pues se fuma, aunque haya que liarse los cigarros con la ley Zapatero de 2006.
El magnate no está para nada hoy, está cansado: sólo quiere llegar cuanto antes a la Gran Sala de Oración de la Sinagoga del Tránsito de Toledo, donde se reúne este año la poderosa Fundación Keren-Hayesod, cuyos miembros han sido recibidos ya por el Rey de España. Por eso, ni repara en esa bandera de Palestina que sale por un balcón del Ayuntamiento y tras la que se esconde el concejal de Izquierda Unida Aurelio San Emeterio. Un gesto que, para el magnate, distraído, se pierde en el viento como las hojas de este otoño gris.