Todas las tardes, en aquel Toledo olvidado, venía el farolero y con una cuerda bajaba el farol y lo encendía para que el Cristo de la calle Santo Tomé nunca, ni al llegar la noche, se quedara en tinieblas. Luego, la que llegó fue la guerra, y fue tiroteado por las tropas republicanas. En el acto de desagravio que le hicieron cuando la ciudad fue “liberada” se congregaron cientos de personas, encabezadas por las fuerzas vivas, y un operario trajo una escalera alta para subir al madero. Pero cuando todos se hubieron marchado, los clavos seguían estando ahí, atravesando sus manos y sus pies.
Cuentan que hubo un tiempo en que el Cristo llevaba una larga melena de cabello natural y que se mecía al viento en los días de tormenta. Unos dicen que la cabellera perteneció a una mujer que se metió a monja de clausura, o quizá a otra que juró cortarse el pelo si su marido volvía sano y salvo de la contienda.
Los vecinos de la calle recordaban con tristeza a otros que nunca volvieron de la guerra, y se santiguaban mirando hacia el Cristo cuando pasaban a su lado. La imagen fue también testigo mudo de aquellos niños
que pasaban corriendo veloces y se metían en la parroquia parándose extasiados ante aquel cuadro inmenso de un tal Greco al que sólo una cortina roja separaba de los bancos de la iglesia. Y pudo ver cómo doblaba la esquina Gregorio Marañón algunos domingos, al salir de misa, mientras aquel niño del jersey azul con tres botones miraba fascinado su larga capa española.
Los años pasaron y otros niños saliendo esta vez de la iglesia perturbaron muchas veces la paz del Cristo, que oyó los golpes de las obras que reformaron la parroquia y que encerraron en una sala independiente el cuadro de aquel griego extravagante para hacer negocio con los turistas. Vio pasar a famosos, desde Sara Montiel a Dalí, y sonrió a aquel poeta moreno de verde luna que fusilaron al amanecer. Y a Benito Pérez Galdós, Fleming, De Gaulle, Sthepen Hawking…
Hace diez meses se lo llevaron aprovechando la nueva reforma de la parroquia y han vuelto a colgarlo de la pared hace unos días. El Cristo de la intemperie mira de nuevo a los vecinos y a los miles de turistas que parecen haberse multiplicado en este Año Greco, el pintor olvidado durante tantos siglos y que ahora triunfa, rotundo.
El Cristo se queda ahí, colgado, solo, quieto, viendo pasar las horas, la vida de los hombres y las estaciones. Dentro de un año, volverá a oír las golondrinas enloquecidas en torno a la torre en los últimos atardeceres de verano.