“Yo mi Jesús no me come nada. No me come nada más que plátanos”, decía mi abuela del hijo menor. La abuela Dolores dejó la escuela aún niña para barrer la casa, pero inventó “yo mi Jesús”, una yuxtaposición madre hijo que quintaesencia lo más sagrado: si el niño no come, la madre no se alimenta. Sólo aplicaba el posesivo a los vástagos varones; frente al abolengo de “mi José Luis” y “mi Jesús”, mi madre se quedó en la parquedad de Cheli y mi tía fue simplemente Mari Loli. Ignoro por qué. Mil veces pregunté, mil veces protegió la abuela con su silencio el arcano. Tampoco necesitó leer nada para descubrir la tautología. Si quería quejarse de la comida pero las patatas no estaban sosas ni saladas, demasiado duras ni demasiado deshechas, decía que estaban “muy patatonas”. La tautología de protesta no aparece en los manuales, pero la inventó mi abuela.
Mujer humilde, alérgica a la fatuidad y el excesivo adorno. Yo era periodista con diecinueve años y el nieto de una familiar engolada abrió una tienda para imprimir folletos en la avenida de La Albufera. Era una señora con tantos lapsus que provocó gritos de algarabía donde el churrero un día que dijo “Quiero dos chorras y cuatro purros.” Volaron los sombreros. Aún había elegancia. El caso es que aquella pobre mujer presumía de que su Javier también era periodista porque no hablaba por la radio, pero imprimía dípticos publicitarios. “De propaganda”, decía ella, aunque no aparecía Santiago Carrillo sino una ferretería. Mi abuela se ponía enferma ante aquella presunción que creaba periodistas de la nada, como hacemos hogaño. La mentirosa de la imprenta residía en Vallecas, mas no era persona orgullosa del Valle del Kas y simulaba que vivía en Pacífico. Esa boca de Metro no estaba lejos y aquello sonaba mejor. Más que un rótulo de Metro, el de Pacífico era un eufemismo callejero impreso. El de Puente de Vallecas quedaba más lejos del portal. Dos metros.
Dolores bramaba porque Vallecas le sonaba bien y la otra ocultaba su raíz de barrio como esas rubias con cejas negras que van camuflando la del cabello según les crece.
En viejos estíos de décadas pasadas, cada familia tenía noticia de las otras a través del eco del patio de luces. En la época gris de la cartilla de racionamiento, casi nada había en la fresquera. Clase media tirando a media baja, creo. Cada tarde, la vecina castiza se dejaba las cuerdas vocales preguntándole a gritos a su churumbel por la merienda para que le oyeran las otras:
– “¿Quiés un bocata chorizo, quiés chocolate o quiés un tomate?”
El pequeño escogía lo único que había en la despensa y salía a jugar llevando el tomate en la mano y en el paladar la alegría de la sal, pero los vecinos tenían así noticia de abundancia en aquel hogar. Opulencia que todos sabían falsa, porque nadie tenía gran lujo que comer en Madrid. El juicio cariñoso de la madre de mi madre sobre la vecina era siempre: “Ésta es imbécil”.
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