Es la misma y es distinta cada vez que viene. Los ángulos de la calle, el andar y el laberinto de cirios y varales se conjuran para que no haya repetición posible de ojos verdes, lágrimas ni dolor florecido en belleza. En cada desvelarse habrá una combinación nueva y fascinante, por eso nunca sacia y por eso hay que esperarla otra vez y otra vez para que nunca falten recuerdos con que echarla mucho de menos.
Dice el tiempo ruin de los humanos que cumplió hace unos días veinte años. Nadie se acuerda porque nadie se cree que los tenga. Como si la tez de terciopelo ruborizado llegara a los dieciséis. Como si el candor de las manos llegara a los dieciocho. Como si la limpia mirada herida no estuviera apenas asomándose a la adolescencia. Como si la exquisita cabeza inclinada no invitara a consolarla como a una Niña.
El tiempo va mellando la piel y los huesos de aquellos que todos los Martes Santos escuchan con los ojos lo que les dice en cada aparecerse. No son pocos, pero sólo son capaces de contarlo en susurros, porque la lágrima y cierta y la palabra sólo hablan la misma lengua si es en voz baja. Saben que la piel no cambia de tono porque es como si las velas no se consumieran, que los dedos siempre sostienen el mismo encaje, que la mueca del abatimiento no permitirá que la boca deje de ser como un sueño. Junto a esta Joven enamorada de Dios, ellos, como dijo el poeta, sólo cuentan los años que no tiene.
Cuaresmario Luis Mirandael