Colombia es un país de grandes promesas y de grandes expectativas.
Después de un largo periodo de violencia, que transcurrió entre 1925 y 1959, el país se estabilizó, a finales de los años 50, gracias a un Acuerdo Nacional, que, a partir de 1959, facilitó la estabilidad política que, inmediatamente, estimuló el desarrollo económico.
En efecto, el Producto Interior Bruto (PIB) de Colombia creció por encima del 5%, de media, entre 1950 y 1970, un 4.5%, entre 1970 y 1990 y un 3,3%, entre 1990 y 2000.
En paralelo, el desarrollo educativo de Colombia se convirtió en una de las fuentes de riqueza del país.
Desgraciadamente, desde 2019, Colombia está sufriendo una oleada de violencia ciudadana, nunca vista desde que se celebró aquel Acuerdo Nacional, contra vías de comunicación, edificios, monumentos históricos y las fuerzas de policía, que se ha convertido en un tsunami de desestabilización del país.
Colombia, a pesar de sus problemas internos, siempre ha destacado por su sólida tradición democrática, por su vocación respetuosa hacia el Estado de Derecho y por sus niveles educativos.
Sin embargo, la realidad es que, en la actualidad, Colombia está sumida en una situación de violencia que está poniendo en crisis su propio sistema democrático y sus oportunidades de crecimiento económico.
Los factores que están detrás de esta violencia son de tipo estructural, coyuntural y político.
Entre las razones estructurales, destacan la tasa de desigualdad o la limitada movilidad sociales y, en los últimos tiempos, un retroceso llamativo en materia educativa, que socava el progreso de las décadas anteriores.
En concreto, entre la gran masa de población joven, existe una inquietud legítima ante un futuro incierto debido a la ausencia de acceso a empleos modernos y bien remunerados.
Los cambios disruptivos de los modelos de negocio que acelera la revolución tecnológica -la llamada cuarta revolución tecnológica industrial de la robotización, tras las anteriores de la mecanización, de la producción en masa y de la automatización-, y, por extensión, la transformación de la economía y de la sociedad, están dejando tras de sí en Colombia un rastro de desempleo juvenil elevado y apuntan a unas perspectivas de una pirámide poblacional envejecida y con expectativas difíciles para sostener a su población de más edad en el futuro.
Las causas más coyunturales tienen que ver, por una parte, con el impacto del COVID19 sobre la economía nacional, especialmente, sobre la informal, y la presión subsiguiente sobre las finanzas públicas para atender las necesidades sociales surgidas de la pandemia y, por otro lado, con el peso que, sobre la economía colombiana, tiene el colapso de la del vecino venezolano.
Al efecto del virus sobre la economía de Colombia, hay que añadir, además, el paso, en noviembre de 2020, del huracán Iota que liquidó, prácticamente, la isla de Providencia y parte de la isla de San Andrés.
Por último, en el terreno de la política, esta crisis de violencia está fundamental y directamente relacionada con el proyecto del Foro de São Paulo o Grupo de Puebla, es decir, el grupo de operación política regional que busca hacer avanzar su proyecto liberticida del socialismo en el siglo XXI en América, para el cual la captura de Colombia es un objetivo prioritario.
En noviembre de 2016, Colombia hizo un esfuerzo costoso y doloroso para firmar un Acuerdo de Paz con la guerrilla terrorista y narco comunista de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), aunque el país siga siendo hoy acosado por otro grupo guerrillero, de similares características a las FARC, como es el llamado Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Así mismo, la seguridad de Colombia está cuestionada por la amenaza que representa la presión que sufre en su frontera con Venezuela, al haberse instalado en este país la plataforma de criminalidad transnacional organizada –Transnational Organised Crime (TOC), en inglés- más importante de América, de lo que, a comienzos del s. XXI, inicialmente, durante los años de Hugo Chávez en la presidencia de Venezuela, se denominaba populismo bolivariano, posteriormente, socialismo del siglo XXI y, hoy, castro chavismo.
La situación interna de Venezuela ha provocado, además, durante los últimos tres años y medio, un éxodo de dos millones de sus ciudadanos, que, como refugiados, han cruzado la frontera y se han instalado en Colombia.
Esta plataforma de criminalidad transnacional cuenta con el patrocinio de un grupo de regímenes dictatoriales -Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia-, el respaldo de dos presidentes -los de Argentina y de México- y está intentando convertir a Perú en su más inmediata captura.
La combinación de la existencia de 220.000 hectáreas de cultivo de coca de alta calidad en Colombia y el hecho de que Venezuela se haya convertido en el primer Narco Estado de Occidente han convertido a aquella en una presa deseada para satisfacer los objetivos de Cuba en el continente.
La violencia que vive Colombia fue promocionada después de que, en 2019, el Foro de São Paulo mantuviera dos reuniones -en La Habana y en Caracas- en las que se planificaron los siguientes pasos para hacerse con el poder en Chile, en Ecuador, en Bolivia y en Colombia, a través de la desestabilización de las democracias de América.
De acuerdo con ese programa, la revuelta social y el caos estalló en Colombia casi desde el mismo momento en que Iván Duque tomó posesión como presidente del país, en agosto de 2018, se agravó en noviembre de 2019 y se ha cronificado a partir del 28 de abril de 2021.
Asimismo, los instigadores de esta ola de conflictos regionales provocaron la violencia en Chile y, magistralmente, de acuerdo con su modelo de actuación, transformaron una protesta por el aumento del precio del billete de metro de Santiago en una movilización que ha terminado por lanzar un proceso de convocatoria de una Asamblea Constituyente en el país.
En otras palabras, en Chile, un problema de gestión se convirtió en una crisis de Estado, de acuerdo con las mejores prácticas del comunismo desde sus orígenes.
De hecho, las revueltas de Chile de octubre y de noviembre de 2019 y las de Colombia desde 2018 tienen patrones similares.
En 2019, por el contrario, el Foro de São Paulo sufrió un revés en Ecuador, cuando su entonces presidente, Lenin Moreno, paró un golpe de Estado, tras el cual el gobierno ecuatoriano respondió con la expulsión de, significativamente, decenas de ciudadanos cubanos y de ciudadanos venezolanos que se encontraban, bajo protección diplomática, en Quito.
Finalmente, en Bolivia, también en 2019, el fraude electoral que pretendió cometer el presidente Evo Morales fracasó, aunque, en 2020, su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), volvió al poder de la mano de Luis Arce Catacora, actual presidente del país, con la vigilancia estrecha de su colega de partido, el expresidente Morales.
Al concluir 2019, Diosdado Cabello -presidente de la ilegítima Asamblea Nacional de Venezuela, en búsqueda y captura por la Justicia de Estados Unidos (EE. UU.), acusado de narco terrorismo y sobre cuya cabeza se ha puesto un precio de 10 millones de dólares a cambio de cualquier información que ayude a su captura- se felicitó públicamente por la extensión de la ola bolivariana en América.
Colombia es la pieza más preciada, la “joya de la Corona”, que el castro chavismo quiere asaltar en estos momentos.
Lo que está sucediendo en Colombia no es un conflicto meramente local, sino, más bien, es parte de un conflicto de implicaciones regionales.
Desde 1960 a 1980, Cuba inundó América de guerrillas comunistas, urbanas y rurales, que se encargaron de gestionar, además de avanzar sus proyectos subversivos, el tráfico de drogas en América y fuera de ella.
En 1999, América contaba con un solo régimen dictatorial: Cuba.
Cuba encontró, en ese año, en Venezuela, gracias a Hugo Chávez, el vehículo para capitalizar la dictadura cubana con el petróleo venezolano.
En Colombia, por otro lado, Cuba ha estado realizando, durante el último lustro, un doble juego.
Por una parte, Cuba desempeñó el papel, aparentemente benéfico, de mediador en el llamado “proceso de paz” de Colombia, entre el gobierno del presidente Santos y los líderes de las FARC, que condujo, finalmente, al blanqueo de la historia y de las acciones criminales de este grupo durante décadas y, posteriormente, a la incorporación de los líderes de este grupo guerrillero a la política institucional de Colombia.
Simultáneamente, Cuba aprovechó esa oportunidad de ser partícipe privilegiado en los asuntos internos de Colombia para avanzar su agenda marxista y leninista en este país.
Ese proyecto se desarrolló, además, en un momento en el que Cuba estaba buscando recursos para la supervivencia de su régimen y de sus dirigentes después de haber exprimido y expoliado los recursos, especialmente, los petrolíferos, de Venezuela hasta su última gota.
La coca colombiana es, por ello, en estos momentos, un bien crítico y muy preciado para financiar los regímenes cubano y venezolano.
En este contexto político local, regional e internacional, el llamado “proceso de paz” de Colombia, que condujo al Acuerdo de Paz de 2016 en La Habana, ha dejado una herencia nefasta al país, al rebajar dramáticamente los niveles de tolerancia e, incluso, de legitimidad social hacia el uso de la violencia con fines políticos.
De esta forma, en Colombia existen, en la actualidad, sectores de la sociedad que están predispuestos a llegar muy fácil y rápidamente a la utilización de la violencia.
Desde el desencadenamiento del caos en Colombia, el 70% del transporte público de Cali ha sido destrozado, más de 1.100 autobuses articulados de transporte público han sido destruidos, más de 1.000 estaciones de servicios públicos de transporte han sido arrasados, 800 oficinas bancarias y cajeros automáticos se han quemado y más de 750 establecimientos comerciales han sido saqueados.
Como ocurrió durante las negociaciones con las FARC, se ha creado en Colombia la sensación de que los violentos deben ser oídos y de que la violencia es la vía más rápida para hablar y para ser escuchado por el Estado y por sus instituciones.
Así, las huelgas violentas, es decir, cuando se transforman, por la vía de los hechos, en un secuestro del sistema productivo del país, en un método de destrucción de valor para la nación, son la antesala a la negociación con el Estado y la oportunidad para avanzar una agenda de gobierno, sin estar en él y sin tener la legitimidad democrática para hacerlo.
Este es el modelo de gobernar Colombia a través de la violencia, que se está imponiendo en los últimos años con el respaldo del Foro de São Paulo.
El fenómeno no es exclusivo de Colombia, más bien, al contrario, es de carácter regional e, incluso, internacional.
En Chile comenzó por un aumento de 4 centavos en el precio del billete de metro de Santiago y en Colombia se inició por una protesta contra una reforma legislativa que nacía muerta.
Ambas fueron excusas para lanzar ese modelo de asalto al poder desde fuera de la democracia.
Al comienzo de la década de los 20 de este siglo, tras las agresiones y las manipulaciones del castro chavismo, América cuenta ya con 4 dictaduras consolidadas -Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia-, avanza su proyecto en Perú y promociona, a través de la violencia y del caos, a Gustavo Petro, como su candidato para las elecciones presidenciales de mayo de 2022 en Colombia.
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