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Europa, en pánico por su ocaso

Jorge Cachineroel

NB: Este artículo fue publicado anteriormente en El Economista.

El Economista, 20 de octubre de 2025, p 32.

El mundo vive un tiempo de turbulencias desconocido por décadas y, probablemente, sin precedentes.

Los cambios que se están experimentando se producen en todas las dimensiones desde la geopolítica mundial, la política nacional o lo militar hasta lo social, lo cultural o lo tecnológico.

Este momento se caracteriza también por la dificultad de predicción de su evolución futura.

Las naciones democráticas, especialmente, los miembros del G7 -Alemania, Canadá, Estados Unidos (EE. UU.), Francia, Italia, Japón y el Reino Unido- solían navegar las dificultades con éxito gracias a su flexibilidad y a su adaptabilidad.

Los países autoritarios o no democráticos solían demostrar, en cambio, una menor habilidad para reaccionar a los cambios.

La Unión Europea (UE) está exponiendo, en la actualidad, su incapacidad para hacer frente con éxito a los retos presentes, ya que su ductilidad ha desaparecido porque está anclada a la necesidad de coordinar sus posiciones con todos sus miembros.

La UE está ofuscada por el espejismo de seguir contando con EE. UU., a la vez que trata de engañar a su presidente, Donald J. Trump, y por la realidad de su situación económica declinante y de la invasión inmigratoria insostenible a la que está siendo sometida.

El resultado es que la necesidad intrínseca del modelo institucional de la UE de mantener y de aumentar su centralización frente a la soberanía nacional de sus socios está ahondando irónicamente las divisiones internas.

La resistencia de los gobiernos de Hungría, de Eslovaquia y, a partir de ahora, de la República Checa a los designios de los dirigentes de la UE por convertir una organización económica en otra, fundamentalmente, militar, se intensificará.

Zelensky (i), Macron (c), Putin (d).

Asimismo, Bruselas ha adoptado el modelo de las revoluciones de colores desarrollado por gobiernos estadounidenses del pasado para alterar el resultado de las elecciones en Rumanía y en Moldavia y para tratar de subvertir los de Georgia.

La receta que trajo tantos beneficios a la UE durante décadas se componía de tres elementos.

Bruselas capitalizó en el mundo el hecho de que se hubiera convertido en el escenario de la prueba victoriosa de lo que representaba el orden internacional liberal, también llamado el orden mundial basado en reglas, aunque nunca se explicó cuáles eran estas.

Europa se aprovechó desde el final de la II Guerra Mundial del patronazgo del sistema y de la arquitectura de seguridad y de defensa de EE. UU. al coste bajo que la Organización del Tratado del Atlántico Norte suponía.

Por último, los grandes países del Viejo Continente construyeron unos modelos económicos nacionales, cuyas ventajas competitivas se sustentaban en la energía y en la mano de obra y los productos de Rusia y de China, respectivamente, todos ellos muy baratos.

Esos factores han saltado por los aires y los atributos de los que Europa se beneficiaba se han convertido en desventajas a una velocidad acelerada, sin que las instituciones de la UE estén mostrando voluntad de cambiar su rumbo en un momento tan exigente como este.

La distribución nueva de poder en el mundo desde que el momento unipolar concluyó ha mostrado la ausencia de relevancia prioritaria que la UE tiene para EE. UU. y cómo el continente europeo dejó de ser un actor crítico en el mundo.

Europa está mostrando signos alarmantes de incompetencia para aceptar la realidad de que ya no es el centro del sistema geopolítico global, ni de la política mundial, como lo fue durante siglos.

La obsesión europea de querer derrotar militarmente a la mayor potencia nuclear del mundo, que cuenta hoy con el apoyo de la primera economía del planeta, y sin el concurso de EE. UU. es una alucinación suicida, que refleja la desesperación de Europa.

 

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