Visité por primera vez EL DONCEL hace diez años. Los hermanos Rodríguez Rey, Pepe y Diego, fueron los que me alertaron del cambio radical que por entonces se estaba registrando en este restaurante familiar de Sigüenza al tomar el relevo los hijos de los propietarios, Enrique y Eduardo Pérez, el primero en la cocina y el segundo al frente de la sala. Tal y como dejé escrito en este blog, me gustó mucho su apuesta por el producto de la zona, con proveedores directos (algo ahora habitual, bastante menos hace una década), y la buena técnica y la imaginación que mostraba Enrique en la cocina. En estos años les he apoyado bastante porque no era nada fácil sacar adelante un restaurante de este tipo en una plaza como Sigüenza. Me consta que lo han pasado mal en muchas ocasiones, hubo también algunos bajones en su cocina, pero ellos siguieron luchando y, al final, el trabajo bien hecho ha tenido recompensa. Recompensa que ha llegado en la última edición de la Guía Michelin con una merecida estrella, la primera que consigue un restaurante en la provincia de Guadalajara.
La vida de un pequeño restaurante situado fuera de las grandes ciudades cambia mucho con la estrella. Enrique y Eduardo me lo ratificaban el pasado viernes. Más clientela, público de mayor nivel (que se deja notar en las facturaciones, especialmente de los vinos), reconocimientos de todo tipo (una semana antes, el pueblo de Sigüenza les tributó un homenaje) y sobre todo tranquilidad para trabajar. El mayor cambio lo he notado esta vez en la sala, que sigue dirigida, como la bodega, por el hermano menor, Eduardo, pero que ahora está notablemente reforzada, con personal más cualificado.
Actualmente tienen un menú degustación (72 euros), muy ceñido a la temporada (rotan los platos con muchísima frecuencia), y mantienen una breve carta de apenas una quincena de platos y cinco postres. Me gusta las facilidades para que los clientes que no quieran el degustación puedan confeccionarse un menú a medida, a base de pequeñas raciones, algo que vienen haciendo desde sus comienzos.
La cocina no ha cambiado con la estrella. No se han vuelto locos. Enrique Pérez mantiene la sólida cocina de raíces que le ha llevado a donde está ahora. Sigue muy fiel al producto local, que trata con respeto, inteligencia y buena técnica, pero sin cerrarse a lo de fuera. Aplicando en ocasiones la sencillez más absoluta, y en otras revisando y actualizando los platos de siempre. No le hace ascos a incluir en la carta un cabrito asado a la manera tradicional seguntina, pero tampoco a ofrecer una corvina e infusión de té de jazmín o un tartar de albacora con hojas de sisho y kimchi. Tampoco quiere revolucionar la carta. Incorpora, claro, novedades, pero mantiene elaboraciones que ya tenía hace una década y que han funcionado (y funcionan) perfectamente como el carpaccio de corzo con helado de tomillo (probablemente su mayor acierto en estos años, un plato que se ciñe al entorno) cuya imagen encabeza este post; las albóndigas, también de corzo, en pepitoria de trufa (ahora de verano), o esa revisión que hizo del torrezno (torrezno 4×4 lo llama) que presenta crujiente por los cuatro lados (algo complicado de comer, eso sí).
La amplia tanda de aperitivos del menú es la parte más irregular de la comida. Destacan precisamente las reinterpretaciones de la tradición local, sobre todo la visión propia del perdigacho y del fino seguntino, dos elementos fundamentales en los bares seguntinos. El primero es una sencilla tostada de pan con una anchoa y alioli. El fino, un combinado a base de gaseosa, vermut y cerveza. En ambos casos Enrique Pérez los moderniza sin quitarles su esencia, especialmente con el bombón de fino, que rellena de vermut y cubre con una espuma de cerveza. Unan a ambos los chips de morcilla de Sigüenza, una morcilla de arroz que goza de merecida fama.
Del resto del picoteo, correctos los crujientes de piel de bacalao, la galleta oreo con aceitunas negras y perdiz, o la bolita de queso de Oncala (un buen queso de la vecina Soria) y romero. Muy rica la vaina de guisante rellena de presa ibérica, lo mismo que un ceviche de zamburiñas (el cocinero no se encierra en lo local), y el citado torrezno 4×4. Por el contrario, decepcionantes unas “patatas bravas” (en realidad una lámina de patata con puntitos de salsa encima) sin sabor y sin picante, y una galleta soplada con ensaladilla también bastante insípida.
Tras esta tanda de aperitivos pasamos a ese carpaccio de corzo con helado de romero que para mí es la mejor bandera de la cocina de Enrique Pérez. Un plato logrado que sigue siendo moderno una década después de su creación. Los hermanos Pérez tienen proveedores directos de muchos de los productos que emplean, desde las setas y las trufas hasta la caza o incluso los huevos de corral. Me interesa menos la royal de foie gras curado en sal y pacharán y servido sobre manzana ácida, una elaboración demasiado vista.
Plato de verano la emulsión de tomate con sardina arenque y remolacha que está muy buena. Me gusta además que no se abuse de la palabra gazpacho para toda sopa fría de tomate. Uno de los grandes aciertos del menú es la yema de huevo de corral con rebozuelos, tierra de jamón y trufa de verano generosamente rallada por encima en la misma mesa. Máxima sencillez en una gran combinación de producto local. Un plato que sin duda todavía estará mejor cuando llegue la genuina tuber melanosporum, que en esta casa se emplea con asiduidad.
Y hablando de yema de huevo, el pan. Creo que lo hacen ellos mismos. Y está muy bueno. Es curioso que en un pueblo como Sigüenza no haya en estos momentos una panadería de calidad. Al final, los mejores panes los encontramos en restaurantes como este El Doncel y, sobre todo, en El Molino de Alcuneza, de que les hablaba hace un par de semanas.
Pérez se abre al mundo con ese tartar de albacora con hojas de sisho y kimchi. Tartar que se emplata en la mesa, un buen detalle, y que resulta muy agradable. Precede a dos carnes. Una papada de ibérico confitada a la canela, en la que vuelve a aparecer un toque oriental con la salsa hoisin. No está mal, pero falla aquí la piel, que debería estar más crujiente. La segunda carne es otro de los clásicos que les comentaba. De nuevo el corzo de los montes de la zona, en este caso en albóndigas. Se acompañan con arroz venere, polvo de pistachos y trufa de verano que otra vez se presenta en la mesa y se ralla e presencia del comensal. Jugosas y llenas de sabor las albóndigas, otro fijo de la casa.
Han mejorado los postres, aunque siguen estando por debajo. El cocinero recupera el limón helado de su infancia y rellena la cáscara con lima-limón y miel de Sigüenza (que es otro de los grandes productos locales) en una elaboración muy cítrica que nos trae cierta nostalgia. Destaca también el bizcocho borracho, dulce con larga tradición en Sigüenza y en toda Guadalajara, que resulta muy jugoso y poco empalagoso. Acompañado con un helado de caramelo.
De la bodega, como de la sala (ahora más reforzada), se ocupa Eduardo Pérez, quien ha reunido en estos años un buen apartado de vinos de la zona, que los hay, y muy interesantes, sin renunciar a otras procedencias. En general de pequeñas bodegas con producciones muy limitadas. Y con precios ajustados. Merecida estrella la de esta casa.
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