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Blogs Entre barreras por Ángel González Abad

Peñuca de la Serna, la luz esmeralda de la pintura

Rosario Pérez el


El cielo es hoy más mar. Tiene pinceladas oceánicas, de tan inmensa hondura que desentrañan cada huella de la tierra. Ha muerto Peñuca de la Serna, la mirada esmeralda de la pintura. Hija, madre y hermana de toreros, la “niña” del genial Victoriano de la Serna falleció este lunes en Madrid tras una enfermedad que apagó poco a poco su vida, pero nunca el brillo de sus ojos verdes. Ellos soñaron el toreo y las yemas broncíneas de sus dedos los plasmaron en cuadros que han recorrido galerías de distintos rincones del mundo, desde su querida España a Milán o Bulgaria.

Pintó muletazos y lances, como una media verónica de ensueño que fue la pieza estrella en la exposición “Profundidad” en Madrid, mano a mano con Conchita Cintrón, la diosa rubia de la Fiesta. “El eterno César“, dedicado a las históricas Puertas Grandes de Rincón, causó también sensación. O “Amanecer”, esa muestra inspirada en su admirado José Tomás, doliente a veces como la muerte. Su obra ilustró portadas del Especial San Isidro de ABC, como una de Curro que más de un abonado de Madrid conserva

Decía en ABC la hija de la figura de los años treinta que tauromaquia y pintura guardaban un sinfín de similitudes: «El toreo es fuente de inspiración para todas las Bellas Artes, la cultura, la escultura, la literatura, el teatro… Y, entre ellas, es la más grande, porque un hombre se juega la vida creando belleza». No son toros y toreros los únicos protagonistas de sus óleos. Las flores brotan con un aroma especial de añejas partituras de música. Y el mar, ese mar de piedras preciosas que eran sus ojos. El tesoro esmeralda que nunca olvidarán esos que acunó en su regazo. O aquellos que la vieron pintar en el ventanal de esa casa que olía a Retiro.

Viuda del cronista de ABC Vicente Zabala Portolés, su mirada veló siempre por sus tres hijos: Vicente, Víctor y Verónica. Ellos y sus nietos eran su orgullo y su debilidad, su mejor obra. Y ella, mujer de raza, fue refugio de todos. Siempre activa, era la ternura y el temple; la tempestad y la revolución. Látigo y seda, como el toreo de Enrique Ponce, el maestro al que tantísimo admiraba. Como a muchos otros. Porque era una artista de extraordinaria sensibilidad a la que cabían conceptos dispares, aunque con un tronco común.

María de la Peña era ante todo La Serna. Devota del campo, en Sepúlveda buceó en su propia historia, en la leyenda de su padre y su asombroso “toreo intransitivo“, como lo denominó Alameda. La luz de su iris ya está a su lado. Desde el día de la Purísima (otra vez un adiós en diciembre) un faro esmeralda alumbra el lienzo del Más Allá.

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Rosario Pérez el

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