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Blogs El talón de América por Carmen de Carlos

Muere Kirchner, Cristina vive

Carmen de Carlosel

La muerte de Néstor Kirchner abre un capítulo nuevo en la historia de Argentina y cierra otro viejo. La presidente y jefa del Estado no podrá gobernar como lo hacía hasta ahora. El despotismo, sin duda, llegará a su fin. La confrontación y la guerra con los medios de comunicación críticos también. La hora del consenso y la conciliación que Cristina Fernández prometió el pasado año está más cerca.

Una vez aparcado el dolor personal por la pérdida de un ser querido, la presidente debería retomar el pulso y hacerlo de la mano de buena parte del arco opositor. Los argentinos están cansados de la polarización y el enfrentamiento perpetuo. Cuando Néstor Kirchner llegó a la Presidencia, aquel 25 de mayo del 2003, despertó la ilusión y la esperanza de la gente. La sociedad, empobrecida y hastiada tras el Gobierno de Fernando de la Rúa, pensó que tendría un futuro mejor. Eduardo Duhalde les servía en bandeja un delfín que llevaba bajo el brazo esas promesas. La economía, la política y la crisis moral podían recuperarse. Eran los tiempos del “Que se vayan todos”. Eran los días en los que la gente se laceraba las manos hurgando en la basura o se abría paso a codazos para descuartizar una vaca en la carretera. Era el pasado de una historia inolvidable.

En ese escenario un hombre de apellido impronunciable, pésima dicción y origen en una provincia remota de menos de doscientos mil habitantes, irrumpía como un ciclón en el país. Heredaba a Roberto Lavagna en el Ministerio de Economía que era lo mismo que heredar un seguro de vida. Daba portazos al FMI, a los empresarios españoles en Madrid -“Usted nos ha puesto a parir”, le soltaron- y consideraba que las deudas lo eran menos en función de quien fuera el deudor. Ese desafío a los otros poderes le valió la simpatía de Washington pese a que más tarde trataría  con humillante desprecio a un Bush que ya estaba de capa caída.

Néstor Kirchner limpió de un plumazo las Fuerzas Armadas, trató como a un botones al jefe del Ejército al que hizo descolgar en público un retrato de Videla, reabrió los juicios a la dictadura y reformó, con malos modos pero justos resultados, una Corte Suprema carente de prestigio. El presidente que llegó al poder tras la retirada de la segunda vuelta de Carlos Menem, se sentía fuerte pese al lastre de ese 22 por ciento de votos que le acompañó en vida. Los sondeos le daban altos índices de popularidad y el nacionalismo populista comenzaba a ganar terreno. Sólo era una cuestión de tiempo que el sueño de la mayoría se rompiera, que la realidad despertará con la pesadilla de una retórica beligerante y el pequeño autoritario que llevaba Kirchner en su interior saliera a la luz.

El poder entendido como parte del patrimonio conyugal puso a su mujer en la Casa Rosada. Hugo Chávez lo celebraba y hasta lo financiaba según los testimonios de los que viajaban con las maletas repletas de dólares desde Caracas. El proyecto, confesado por su protector en los años de plomo, Carlos Kunkel, era de largo plazo, quince ó dieciséis años. Contaba con la CGT, el sindicato peronista, con los piqueteros y con aquellos que creyeron ver en su larga figura al sucesor del general Perón. En eso estaba Néstor Kirchner cuando la muerte le sorprendió. Quería volver por la puerta grande a la Casa Rosada, con millones de votos -los otros ya los tenía- necesitaba estar al mando no sólo en la sombra sino en el frente, a la vista de todos. Era su naturaleza.

Corren ríos de tinta con la noticia y escribimos los periodistas como si el mundo argentino se fuera a acabar. El fallecimiento de Kirchner se cuenta como si el presidente hubiera muerto pero es ella, su esposa la que está y debe seguir por más de un año en la Casa Rosada. En sus manos, en su cabeza y en sus decisiones está que el final del ciclo K se escriba en mayúsculas sobre renglones derechos.

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