La expresión “autodeterminación de los pueblos” es recurrente en este continente. Los presidentes adscritos a la fiebre “bolivariana” no se cansan de repetirla. Se la he oído a Evo Morales, a Rafael Correa, a Chávez, naturalmente, pero al matrimonio Kirchner también. Al ex presidente argentino le pregunté, en una entrevista en vísperas de su investidura, sobre “el tema vasco”. La respuesta fue inmediata, “creo en la autodeterminación de los pueblos” aunque aclaró que estaba en contra de los métodos violentos.
La declaración de principios sobre los derechos de independencia de los pueblos -habría que redefinir el término- suena buena, bonita y hasta romántica. Otra cosa es que sea justa, legal y compartida por la inmensa mayoría, algo que va más allá de la mitad más uno de los habitantes de un país. Ahora Las Malvinas -y su previsible caudal de petróleo- vuelven a ser noticia. Cristina Fernández de Kirchner logró el respaldo de treinta y dos países de América Latina para censurar las exploraciones de hidrocarburos de Gran Bretaña en las islas del Atlántico Sur, donde la única bandera que ondea es la del Reino Unido.
Las Malvinas es una asignatura pendiente en Argentina. Los colegios y los mapas la pintan como territorio propio y el sentimiento de soberanía en la población es infinitamente superior al que puede sentir un español sobre Gibraltar. Digamos que es el único tema en el que los argentinos piensan en bloque, sin fisuras. Lo mismo sucede, sólo que a la inversa, con los habitantes del archipiélago. Lo han dicho por activa y por pasiva, es decir, por las buenas y por las malas: No quieren ser argentinos. ¿Será eso libre determinación de un pueblo?
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