Buenos Aires. Carmen De Carlos
A Ferrán Adrià le reciben en Buenos Aires como si fuera Joan Manuel Serrat o Joaquín Sabina (sus ídolos). Para que el paralelismo fuera exacto haría falta una multitud de gente y de cámaras, en el aeropuerto de Ezeiza, que registrasen el momento en el que Adrià baja del avión y arranca el día con cara de, allá vamos. De momento, esta escena no se ha dado. Lo que sí hemos visto ha sido una entrevista tras otra en los periódicos, la noticia en las cadenas de televisión y radio y a un millar de personas sentaditas sin rechistar bajo el embrujo del alquimista, hechicero, mago, creador, artista, cocinero o como se quiera llamar al invento del Bulli y de todo lo demás.
Las entradas para ver, oír, oler, sentir y hasta tocar a Adrià (estrecha manos y regala besos a granel) se agotaron la semana pasada en la Usina del Arte, un espacio arrimado a la zona de la Boca y recuperado para la causa (del arte) no hace muchos años. Los que se quedaron sin tener a Adrià frente a frente, pudieron seguir el espectáculo (él siempre es un espectáculo) en streaming a través de la web de la Fundación Telefónica. Así, descubrieron que el hombre no descansa y trabaja dormido, que es una máquina de ideas en permanente proceso de aceleración, que tiene 80 voluntarios preparados y eternas listas de espera para desembarcar en su laboratorio, que la Bullipedia está a punto de caramelo y que cerca de veinticinco proyectos, -uno maravilloso con Disney que sale esta semana-, le tienen como padre biológico, adoptivo, de probeta y lo que haga falta porque lo importante para él es que sus criaturas vean la luz e irradien algunos destellos de felicidad como los que siente al imaginarlas, fabricarlas y compartirlas.
Generoso, Adriá disfruta cuando lo cuenta todo o casi, cuando te mira al centro de los ojos y te convence de que el guacamole, si te descuidas, forma parte de la identidad nacional (la española) o el sushi de la argentina y te habla de generaciones y… te deja con la boca abierta como hizo también en la Embajada de España.
Convocado por el embajador Estanislao de Grandes, entre cuadro y cuadro del Museo del Prado, nuestro artista (como la selección de fútbol es un poco de todos) se metió en el bolsillo a Pablo Avelluto, el ministro de Cultura argentino que, con o sin gafas, mira y ve más allá de lo que tiene delante.
Con esa simpatía de los que aman lo suyo y no se sienten importantes por ser como son y lo que son, Adrià se merendó un hueso duro de roer como suele ser la prensa que sabe de eso, de otras cosas o de nada y, sin probar una gota de alcohol (“sino es imposible aguantar el día que tengo”, reconocía) se metió entre pecho y espada tres platos de goulash y logró que el cocinero de la Embajada fuera el hombre más feliz del mundo por mucho tiempo.
Cataratas de palabras grandes le llenaban la boca, tormentas de ideas y entusiasmo formaban corrillo a su alrededor… A Ferrán Adriá lo único que le faltó para que el público de un lado y otro de Buenos Aires repitiera sus estrofas fue cantar pero eso, lo dejó para Serrat y Sabina que, en definitiva, son de otro palo, tan bueno y sabroso como el suyo pero diferente.
La exposición de Ferrán Adriá, Auditando el proceso creativo, permanece abierta, de lunes a sábado, en la Fundación Telefónica de Buenos Aires
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