Argentina se quedó con la miel del primer debate presidencial en los labios. El candidato oficialista, Daniel Scioli, dio marcha atrás y apenas 10 días antes de la hora clave dijo que no, que mientras no haya una ley que regule estas propuestas él se abstiene de pronunciar palabra frente a otros como él. El problema es que el proyecto de ley que podría dar respuesta a su inquietud está “cajoneado” por la mayoría parlamentaria que él representa.
Si se repasa el perfil de la presidenta de Argentina y lo que anticipan las encuestas –con ventaja abrumadora en primera vuelta para Scioli – quizás era previsible este resultado. Cristina Fernández, verborrágica donde las haya, huyó -y huye- de las entrevistas que la pueden poner en aprietos. En sus dos elecciones consecutivas la idea de someterse a un debate con otros candidatos no se le pasó por la cabeza (ni a ella ni al resto que la conoce). Dicho esto, aunque censurable, es tradicional en los países donde el debate no es obligatorio (en Brasil son cuatro por ley) que el que va en cabeza no se arriesgue a perder un centímetro de ventaja en un cara a cara con sus adversarios.
La Presidenta se siente la dueña y señora de la campaña de Scioli, un gobernador acostumbrado a bajar la mirada y al que muchos atribuyen virtudes ocultas de una personalidad ambiciosa que actúa –o no- a la espera de ser él quien pueda asir la sartén del poder por el mango y el mango también. Los que le describen con estos trazos aseguran que defiende propuestas que no comparte, se abraza a banderas con las que no se identifica y en su futuro Gobierno quedará demostrado. Siempre y cuando los votos le den y la salud no le traicione para goce de su candidato a vicepresidente, Carlos Zannini.
Puede ser que la verdadera personalidad del todavía gobernador de Buenos Aires sea esa. Pero, hasta ahora, lo que se ha visto, ha sido a un Daniel Scioli que dice, con aspecto entusiasta, amén a todo lo que representa el gobierno de la viuda más poderosa de la historia argentina. La misma a la que le permite que maneje, sin concesiones, las riendas de su vida política. En cualquier caso, los argentinos se quedarán sin ver el prometido debate. Y nosotros, también.
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