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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Putao, un mundo que no es de este mundo

Los amantes de descubrir destinos varados al costado de la historia deberían visitar Putao, en el remoto y aislado norte de Myanmar, en las estribaciones del Himalaya oriental

Francisco López-Seivaneel

Si alguien cree que ya no quedan lugares en el mundo donde la vida sigue su curso al margen del progreso y la civilización, está muy equivocado. Los amantes de descubrir destinos varados al costado de la historia deberían visitar Putao, en el norte de Myanmar, un lugar perdido en las estribaciones del Himalaya oriental, en la misma frontera con China. Pero para entender Putao, hay que hablar antes de los Morse, una familia de misioneros norteamericanos que, en 1948 y en un éxodo formidable, llegaron desde China a esta remota y despoblada región al frente de miles de familias lisu, que huían del victorioso Mao y su amenazador comunismo. Pronto, sin que nadie se diera cuenta, fueron apareciendo aldeas y comunidades, perfectamente trazadas y organizadas, cada familia con su casa; cada casa con su huerta; todas construidas en madera o bambú sobre altos palafitos techados con paja. Hoy son aldeas de ensueño, vivas, limpias, feraces y llenas de chiquillos que juegan en silencio. Los Morse no sólo convirtieron a las tribus de esta etnia china al cristianismo, sino que las condujeron a estos apartados valles, las organizaron, las enseñaron a cultivar cítricos y arroz, y a vivir en comunidad, apoyándose unos a otros.  Hace ya años que los misioneros fueron expulsados del país por la Junta Militar birmana, pero su recuerdo vive en el corazón de cada lisu, como el de Moisés vive en el de cada judío.

Típica casa aldeana de Putao; todas, con su parcelita, están alineadas a lo largo de una ancha calle por donde discurre la vida/ Foto: F. López-Seivane

Llegar hoy a Putao, en el remoto y aislado norte de Myanmar, no es una misión imposible, pero tampoco resulta sencillo. Para empezar, hay que descartar hacerlo por carretera, ya que desde el último punto civilizado serían no menos de cuatro días por precarias pistas de tierra sin gasolineras, aldeas, ni alojamientos. Y eso en buen tiempo, en la época de las lluvias es absolutamente imposible llegar por carretera a la región de Putao. Cuando lo visité, no hace tanto, era obligatorio obtener un permiso especial de la Junta Militar, aunque ahora, con el advenimiento de la democracia, tal vez ya no sea necesario, no lo sé. Después, es preciso conseguir asiento en uno de los dos únicos vuelos semanales de Air Bagan que unen la capital, Yangún, con esa región olvidada, dando saltos por la amable geografía de la antigua Birmania. Sobrevolar el mapa de ese país, siguiendo el curso del río Ayeyarwady, tiene el valor añadido de poder contemplar desde el aire las innumerables estupas que erizan el paisaje. Templos campaniformes de albura reluciente, agujas de oro resplandeciendo al sol, dominando la cima de los cerros, sobresaliendo entre el verdor tropical de las márgenes del río, destacando en medio de las planicies peladas… Todo el espíritu religioso de un pueblo cristalizado en estructuras pétreas que, desafiando el paso del tiempo, siguen asombrando, generación tras generación, a propios y extraños.

La extensa geografía de Myanmar está erizada de pagodas que alzan sus afiladas puntas al cielo/ Foto: F. López-Seivane

El aeropuerto de Putao es menos que la estación de Cillamayor y hay que caminar un trecho hasta el único vehículo que espera para llevar a los huéspedes al Malikha Lodge, tres cuartos de hora de camino entre una vegetación exuberante. Enseguida se percibe que se ha llegado a un lugar muy remoto. No se ven vehículos circulando por la carretera de tierra, salvo alguna ‘motobike’ ocasional. Abundan, en cambio, los viandantes que se dirigen a pie de una aldea a otra y los precarios carros tirados por mansas y pacientes parejas de vacas. ¡Ah! Y una vieja camioneta renqueante con la caja llena de mujeres que vuelven de recoger piedras del río.

Las carreteras siempre están transitadas por caminantes que avanzan pausadamente/ Foto: F. López-Seivane
Ocasionalmente se ve alguna pequeña moto petardeando en el silencio/ Foto: F. López-Seivane
Pero el medio de transporte más común entre aldeas es el carro de vacas/ Foto: F. López-Seivane
Sin límite de edad, hombres y mujeres se desplazan lentamente en precarias carretas que unen unos pueblos con otros y con el mercado/ Foto: F. López-Seivane

El Malikha se oculta tras un bosque de bambú. Una hilera de piedras alineadas lleva al edificio central, donde una espléndida plataforma  de madera se asoma a las aguas del Nam Lan. En el centro, un fuego de leña da la bienvenida a los recién llegados, mientras un pequeño ejército de diminutas figuras vestidas de negro hasta los pies se afana en que todo esté a punto. Tras un breve intercambio de cortesías, me dirijo a mis aposentos, fantásticos bungalós de madera separados por una tupida vegetación tropical. En total, no suman ni diez. Sin tiempo que perder, en unos minutos me cambio de ropa y me presento en el lobby, donde un guía espera para conducirme al río, a hacer un descenso en rafting. Atravesamos a pie la aldea de Mulashidi, la primera comunidad que fundaran los Morse con los pioneros lisuque les siguieron desde China mediado el siglo XX. La única casa de ladrillo es la que ocuparon los Morse hasta ser expulsados por las autoridades militares. Está deshabitada, pero no abandonada. Es una reliquia para los lisuy aún se enseña la Biblia en su corral.

El mirador de Malikha es un lugar muy acogedor al atardecer, cuando el fuego crepita para ahuyentar el relente del río/ Foto: F. López-Seivane

Las márgenes del río son dos inmensas pedreras. Subimos a una zodiak y nos dejamos arrastrar por la corriente. El descenso, un agradable paseo por unas aguas mansas y superficiales, permite observar tranquilamente la vida alrededor. No hay ni rastro de  aldeas en las orillas, pero sí mujeres lavando la ropa, niños pescando, búfalos bañándose, hombres mirando… La prudencia y el sentido común habrían aconsejado a estas tribus levantar sus casas en la espesura, algo alejadas del río, a resguardo de sus crecidas. Pero pronto desembocamos en las aguas más poderosas del Malikha y aquello empezó a ponerse bravo de verdad. La zodiac se hincaba de morros en los remolinos, con lo que el agua entraba a mares en la parte delantera, donde Rainer y Sabine se aferraban empapados a los asideros, mientras yo, a popa, no tenía otra preocupación que mantener el equilibrio y  proteger mi equipo fotográfico.

Las márgenes del río Malikha siempre están llenas de vida/ Foto: F. López-Seivane
Ingeniosos puentes colgantes sirven para unir las aldeas de ambas orillas del río Malikha

El río se amansó de pronto al entrar en una especie de garganta de empinadas laderas selváticas. Todos nos relajamos de inmediato y empezamos a disfrutar del paisaje, de la belleza de las orillas cubiertas de jungla y salpicadas de hermosas playas de arena tan blanca y fina como la del Caribe. En casi todas las calas se veía alguna choza de paja y algunos buscadores de oro faenando. La majestad del río en ese tramo se veía embellecida por el reflejo de las caprichosas  rocas de las orillas duplicándose en el espejo del agua. Al final nos detuvimos en una islita de roca y fina arena, donde unas empleadas del Malikha nos había preparado un picnic por todo lo alto. Tengo que añadir que la pareja suiza y yo éramos los únicos clientes del hotel, un establecimiento de lo más exclusivo, que no vale menos de mil euros la noche, eso sí, incluyendo comidas y excursiones.

Una playa de finísima arena habitada por un buscador de oro/ Foto: F. López-Seivane
El Malikha nos ofreció un elaborado picnic en esta apacible islita de fina arena/ Foto: F. López-Seivane

Concluido el picnic, regresamos al hotel en una lancha a motor. En la habitación me esperaba una enorme tina redonda de madera de teka llena de agua caliente y cubierta de pétalos frescos. Tras el baño reparador y con la chimenea crepitando, dos jóvenes de riguroso negro ultimaban en silencio (todo se hace allí en silencio) los preparativos para un masaje. Por un momento soñé con la experiencia principesca de una sesión a cuatro manos, pero no, la masajista era  sólo una, me dijeron, la otra haría las veces de ‘observadora’, ya que los usos y costumbres tribales no aconsejan que una mujer permanezca sola con un hombre, y menos enredada en la intimidad de un masaje.

Tras una suculenta cena y una agradable conversación en el foyer del lobby, me retiré a descansar. Las noches son frías en Putao, pero las diligentes mucamas habían introducido un par de bolsas de agua caliente entre las sábanas de mi cama. Se lo agradecí desde el fondo de mi corazón, mientras caía a plomo en un sueño profundo. Amanecí entre tinieblas con la sensación de haber sido abducido. Desorientado, agucé el oído. Un chasquido tan leve que habría pasado desapercibido de no haber estado tan alerta dirigió mi atención hacia las puertas del porche trasero, donde un ballet de haces luminosos bailaba en la oscuridad. De pronto, la chimenea comenzó a arder con llamaradas que me permitieron ver cómo dos sombras silenciosas atravesaban la puerta y se desvanecían en la noche. Entonces recordé que el director me había prometido encender la chimenea de mi cuarto a las cinco de la mañana para que encontrara la habitación caliente al despertar. A las seis ya estaba en el mercado, un pequeño recinto al aire libre lleno de zabarceras que exhibían sus productos en el suelo o en toscas mesas de madera. Predominaban las naranjas y los pomelos más grandes y sabrosos que he visto jamás. El silencio era religioso, casi irreal, hasta el punto de que el trajín del mercado parecía una película muda.

El mercado de Putao es muy pequeño y tan silencioso como una iglesia. Allí nadie levanta la vozhttps://www.malikha-lodge.com/

Acompañado de mi buen guía Sai, inicié una marcha para conocer algunas aldeas. Caminamos durante muchos kilómetros por un paisaje bucólico de praderas v caminos de tierra que atravesaban las aldeas como los abalorios de un collar. Lemewaki, Mudon, Tusa… eran los nombres que iba desgranado Sai, a medida que avanzábamos, pero a mí me parecía que transitábamos a lo largo de un sola, inacabable aldea, cuyas casas jalonaban casi sin fisuras el camino. No circulaban más vehículos que viejas carretas tiradas por bueyes y alguna bicicleta ocasional. Tampoco se veían tiendas, ni bares, ni lugares de encuentro social. Sólo niños jugando en silencio delante de las casas. Todo era bucólico, pausado, como un mundo del que hubieran desaparecido la prisa, la ambición y la competitividad.

Las ladeas son muy parecidas y geométricas, con casas alineadas a ambos lados del caminohttps://www.malikha-lodge.com/
Algunas mujeres hacen largas expediciones para buscar leña/ F. López-Seivane

Sólo puedo añadir que me sentí muy feliz allí y pienso volver a caminar por la selva con Sai, a descubrir nuevas comunidades apartadas de lisu, shan y kachin, a conocer sus costumbres y a escuchar las increíbles historias de sus gentes. Amen.

Para dimes y dirites: seivane@seivane.net

Escucha aquí mis Crónicas de un nómada en Radio 5 (RNE)

 

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