Mount Hagen, en el corazón de las montañas, es la capital de los Western Highlands y, si cabe, una población más remota que Goroka, pero su aeropuerto es el único que tiene vuelos directos a Tari, la tierra de los huli, el bastión donde la vida indígena se preserva en su mayor grado de pureza. El vuelo en el pequeño avión de hélice rozando las copas de los árboles se me hizo muy corto. A la llegada, una multitud abigarrada de aborígenes se apretaba contra las vallas de alambre que protegen la pista, todavía fascinados por la visión del pequeño aeroplano. Muchos habían caminado horas para llegar hasta allí, donde un sinfín de coloridos paraguas dejaban adivinar las hechuras de un improvisado mercado. En Tari no hay ninguna población y los indígenas viven dispersos por el extenso valle.
Lo primero que llama la atención son los muros de barro que dividen unas propiedades de otras, algo que no había visto antes, como tampoco las típicas portillas de madera que enmarcan las entradas. Me costó dios, trabajo y ayuda llegar a saber que cada muro delimita y defiende un clan familiar, donde está la lealtad del individuo. El gran pueblo huli lo componen la suma de los distintos clanes o tribus que viven en el valle, más de cien mil individuos, pero a efectos cotidianos, lo que cuenta es el propio clan.
Las mujeres trabajan la tierra y caminan grandes distancias descalzas con sus bilum (bolsas de red tejidas con fibras sacadas de la corteza de un árbol llamado kabi) sujetos a la cabeza. Algunas llevan la cara completamente pintada de negro. Son las viudas, que irán retirando cada día una cuenta de su collar hasta que la última las desviude, liberándolas del luto y permitiéndolas casarse de nuevo.
Muchos huli se pasean por los mercados con sus atuendos tradicionales, sus plumas en la cabeza, sus collares de conchas, sus faldas vegetales… y sus armas colgando. No es infrecuente ver a un huli con su arco de madera de palmera negra, una especie que sólo crece en la costa, y su haz de flechas. Los huli “compran” a las tribus ribereñas la madera para sus arcos a cambio de pintura de arcilla y sal, producto que obtienen quemando troncos que han estado previamente sumergidos en ciertos ríos, acumulando cristales de sodio. Los puñales son generalmente de tibia afilada.
Otra particularidad muy curiosa de algunos clanes es la llamativa peluca que portan en ocasiones especiales. Está hecha del propio pelo del guerrero, cortado en plena juventud, tras un ritual iniciático que dura dieciocho meses. Durante ese tiempo, el aspirante ha de entrar en un río tres veces al día, beber un buche de agua de un tubo de bambú, escupirlo hacia arriba y dejar que le llueva sobre la cabeza. Después, se aplica unos hisopazos sobre los hombros con unas ramas de helecho mojadas en el río mientras recita ciertas imprecaciones. Al cabo, un anciano experto de la tribu le corta el pelo y lo inserta, cabello a cabello, en una funda de tejido hasta formar la hermosa cabellera que heredarán sus hijos y que podrá cambiar, en caso de apuro, por un cerdo de mediano tamaño.
El relativamente reciente descubrimiento de estos pueblos, llegados hace 40.000 años desde el sudeste asiático, cambió muchas “verdades inamovibles” de la antropología moderna. Así, ahora sabemos que la navegación comenzó mucho antes de lo que se pensaba y que la agricultura no es originaria de Mesopotamia, sino que se inició aquí, en estos valles, miles de años antes de que los sumerios aplicaran la siembra en las riberas del Eufrates y el Tigris.
Por lo demás, la llegada del hombre blanco no ha cambiado gran cosa la vida de estas tribus. Siguen utilizando ristras de conchas marinas en lugar de dinero, viven de la misma forma que lo han hecho siempre, duermen en la tierra y se rigen por un complejo sistema social cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Pero entre tanta negrura se ven también hulis pelirrojos y de ojos azules. Y ahí si que cabe hablar de la semilla dejada al descuido por misioneros y exploradores….
Asia & Oceanía Francisco López-Seivaneel