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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Si quieres dormir bien, no leas esta entrada

Emilio de Miguel Calabiael

Hay una famosa frase atribuida a Otto von Bismarck que dice: “Las leyes son como las salchichas. Duermes mucho mejor cuanto menos sabes cómo se hacen.” Lo mismo podría decirse de las relaciones internacionales.

En el siglo XX han aparecido muchas escuelas de pensamiento que tratan de explicar por qué las relaciones internacionales son como son (más bien jodidillas). Los idealistas, por ejemplo, defienden que el Estado debería buscar en sus relaciones internacionales los mismos fines que buscan en su política doméstica. Así, si su objetivo doméstico es erradicar la pobreza, también deberían buscar erradicarla en el terreno internacional. Me parece un poco inocente: ¿y si tu objetivo doméstico es acogotar a los que se opongan a tu dictadura? Los liberales, por su parte, defienden que las preferencias son los determinantes principales de la política exterior; estas preferencias dependen de factores tales como la cultura, el sistema económico o el tipo de gobierno. Las relaciones interestatales abarcan muchos campos, creando oportunidades para la cooperación entre las naciones. El constructivismo prioriza la Historia y los modelos sociales. Las relaciones internacionales no sólo están determinadas por las relaciones del poder, sino también por las ideas y los constructos sociales. Es más, son las interrelaciones sociales las que priman.

Todas esas escuelas son muy interesantes y tienen algo que aportar, pero yo me quedo con una escuela que les habría resultado familiar a Tucídides y a Sun Tzu: el realismo. Para el realismo, el escenario internacional es la ley de la jungla y lo que cuentan son las relaciones de poder. Cada Estado busca su propio interés y, dado que el sistema internacional es esencialmente anárquico, también busca su autopreservación. Como teoría parece bastante descarnada y un poco burra, pero yo creo que, mientras que como individuos tenemos un aquél, cuando nos congregamos en masa, nos convertimos en bandas de austrolopitecos con bastante poca ética y muchas ganas de acogotar al contrario.

Sospecho que la visión que tiene Pedro Baños de las relaciones internacionales no se diferencia mucho de la mía, a la vista del título de su libro más conocido: “Así se domina el mundo. Desvelando las claves del poder mundial”. El título de la edición inglesa, que es la que he manejado, es todavía un pelín más descarnada: “How They Rule the World. The 22 Secret Strategies of Global Power”. Al igual que los grandes estrategas clásicos chinos, Pedro Baños formula 22 estrategias que las grandes potencias emplean para mantener su poderío y las ilustra sucintamente con algunos ejemplos de la Historia.

Antes de empezar con las estrategias, Baños pasa una rápida revista a lo que autores contemporáneos han dicho sobre las relaciones internacionales. Por ejemplo, Friedrich Ratzel, el padre de la geografía humana, afirma que los Estados son organismos vivos, que tienden a expandirse y a absorber a Estados más débiles que ellos. Ratzel influyó poderosamente sobre el general y geopolitólogo alemán Karl Haushofer que desarrolló el concepto del “espacio vital”. Haushofer le prestaría el libro de Ratzel a un cabo desmovilizado que había sido encarcelado por un golpe de mano fallido que había organizado. El cabo se llamaba Adolf Hitler. Esto por si alguien se creía que las teorías de los geopolitólogos eran pajas mentales sin ninguna relación con la realidad.

Mencionar las 22 estrategias una por una sería demasiado largo. Voy a centrarme en una sola de ellas para que se vea que las relaciones internacionales no se inventaron para personas con corazón y principios y que para alcanzar la cima uno tiene que ser muy cabrón, mucho más que todo el resto de cabronazos que están intentando quitarle la silla a uno.

La estrategia número tres se denomina “quitar la escalera”. Consiste en impedir que tus competidores puedan utilizar los mismos medios que tú utilizaste para subir a la cumbre. Un ejemplo lo tenemos en las Leyes de Navegación inglesas de 1651, que prohibían el comercio con las colonias inglesas a barcos que no fuesen ingleses. Las leyes, además de impedir el desarrollo industrial de las colonias (¿a quién le hubieran podido vender sus bienes, aparte de a los ingleses?), aseguraron que los comerciantes ingleses pudieran vender sus productos en las colonias a precios inflados. Es lo que tienen los monopolios. Por cierto que, irónicamente, en la Paz de Utrecht Inglaterra pidió, y consiguió, que se le permitiera negociar limitadamente con la América española. Lo del monopolio colonial no estaba tan bien cuando lo aplicaban otros.

En 1849 Inglaterra abolió las Leyes de Navegación y se convirtió en la abogada del libre comercio. ¿Había visto la luz sobre las bondades del libre comercio? No. Simplemente que se había convertido en la primera potencia industrial del planeta y le convenía que las fronteras estuviesen abiertas para poder colocar sus productos. De paso, inundando los mercados extranjeros con sus productos industriales, dificultaría el desarrollo por éstos de sus industrias nacionales, ya que siempre sería más fácil comprarle a Inglaterra.

El libro termina con algunas consideraciones sobre la guerra y las intervenciones militares. En ellas habla de la importancia de conocer la Historia y cultura de tu enemigo, algo que, por ejemplo, los EEUU ignoraron en su intervención en Iraq en 2004 y pagaron un alto precio por ello. También habla de la guerra asimétrica, que es el tipo de conflicto más común en la actualidad, de la falacia de creer que se pueden conseguir ganancias rápidas sin pérdidas…

En fin, un libro apasionante, que no deben leer los admiradores de Rousseau ni quienes quieran dormir bien por la noche.

 

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