Las hijas de Som la condujeron hacia el ataud. Allí estaba Som, tan maquillada como solía estar en vida y tan falsa. Parecía una muñeca de cera, igual que cuando se conocieron en la Universidad de Chulalongkorn. Una de las hijas, la fea, le colocó un cuenco de peltre en la mano. Según la costumbre tenía que verterlo sobre la mano derecha de Som, que salía por una apertura del ataud, para pedirle perdón por cualesquiera ofensas que le hubiera podido hacer. Con gusto Nui se lo habría tirado a la cara. ¿Pedirle perdón? Era Som más bien la que le tenía que pedir perdón a ella. Fue Som la que le contó a todo el mundo entre risas que su familia se había arruinado y que su padre se había liado con una cantante de un karaoke.
La hija fea la vio titubear. Debió de pensar que era la emoción y en parte tenía razón, pero no era el tipo de emoción que se pensaba. Con una sonrisa y un gesto de la mano le invitó a que vertiese el agua. Nui la virtió, mascullando mentalmente: “Ojalá renazcas en el infierno y estén cortándote la lengua a pedacitos por quinientas vidas.”
Vino entonces la hija más fea y la condujo a su sitio, a mitad de camino entre las filas de los allegados y los amigos de verdad y la de los semidesconocidos que estaban allí por mero compromiso. Cuando se sentó, estaba temblando. Hasta ese momento no había sido consciente de todo lo herida que estaba por lo que le hizo Som. “Han pasado veinticinco años y todavía me duele”, igual hay heridas que no se curan nunca, heridas que te vas llevando de vida en vida.
Intentó calmarse, mirando un poco lo que tenía alrededor. Estaba sentado al lado de una mujer muy alta y muy sexy, que evidentemente conocía a algún cirujano muy bueno. Tenía pómulos prominentes y una cabellera tan negra y tan densa, que casi parecía una peluca. Vestía un traje de chaqueta negro de Dior, de ésos que ella se podía permitir antes de que su padre se arruinase en la Bolsa. Había algo en la mujer que le resultaba familiar, la miró un poco más fijamente y entonces cayó en la cuenta: ¡era Pon! La última vez que lo vió llevaba el pelo corto y vestía el uniforme de camisa blanca de la Universidad de Chulalongkorn; y era un hombre.
– ¿Pon?
La mujer se volvió. Durante un instante la consideró atentamente. “¿Nui?” “Sí”. Olvidándose del funeral, abrazó a Nui toda sonriente. “Oye, estamos en un funeral”, la reconvino Nui. “¿Y qué?”, respondió Pon altanera, “todos sabemos que era una ee heeah”. Intercambiaron una sonrisa cómplice.
“¿Nos vamos a tomar algo?”, sugirió Pon. “El funeral no ha terminado”. “¿Tú crees que le importará a alguien que nos vayamos? No vamos a volver a ver a ninguno de los que están aquí.”
Nui hubiera querido salir discretamente, pero parece que Pon todo lo hacía a lo grande, lo que resultaba sencillo con su metro ochenta de estatura. Pon anduvo por el pasillo central hacia la salida como si caminase por una pasarela en un desfile de lencería. Tras ella, Nui, con su metro cincuenta y cinco y sus ochenta kilos de peso parecía un borriquillo de trote torpe.
Cerca del wat había un café con pretensiones de francés. Estaba pintado con colores pastel, con predominio del rosa variante Sissi emperatriz. Los sofás eran de enea pintada de blanco y por todas partes había macetas con plantas de plástico. Las camareras llevaban unos uniformes como de mucamas de la Viena de principios del siglo XX. El escenario era tan indescriptible que las dos se sintieron muy a gusto. Iba a juego con sus vidas.
Pon pidió un té verde. Nui, un té de jazmín y un pedazo de tarta de chocolate. “No deberías”, la recriminó Pon. “Es malo para el azúcar y para ligar”.
– Lo mismo me decías todo el rato cuando estábamos en la cafetería de la facultad.
– Es que comías como una lima. Y cuanto más azúcar tuviera, mejor. Pero nada, nunca tuve éxito contigo y veo que tampoco lo voy a tener esta tarde.
– Se te ve estupenda- dijo Nui, en parte porque era verdad y en parte para desviar la atención del pedazo de tarta de chocolate que le acababan de traer.
– Mi esfuerzo me ha costado. 30.000 bahts la nariz, otros 30.000 los pómulos, 150.000 la teta izquierda. La derecha fue regalo del cirujano. Estuvimos saliendo un año después de la operación. Era muy narcisista. No sé si estaba conmigo por mí misma o porque le encantaba ver el resultado de su trabajo.
Nui se rió. “Siempre igual de loca”.
– No. En la Universidad era una loca. Ahora soy una locaza. A nuestra edad ya no podemos andarnos con tonterías. El tiempo pasa.
– Sí,- corroboró Nui, pero en lugar de la firmeza que quiso dar a su voz, sintió que el “sí” llevaba una ráfaga de tristeza. El tiempo había pasado y…
– ¡Qué ingenuas éramos entonces! ¿No te parece?
– Ojalá lo hubiésemos seguido siendo.- No era eso lo que había querido decir. La ráfaga de tristeza se le había metido en la garganta y le estaba haciendo decir cosas que no quería.
– Ts, ts. ¿y eso? ¿Nos hemos levantado derrotistas esta mañana?
La camarera trajo los tés. Nui se refugió en el ritual de tocar la taza para ver cuán caliente estaba y de sumergir la bolsita en el agua hirviendo, para no tener que responder inmediatamente. Pero Pon no estaba dispuesta a soltar su presa tan fácilmente.
– A ver, ¿qué te pasa? Tú eras la más divertida de la clase.
– Era…- Era como si una ola gigante de tristeza estuviese empezando a formarse en algún lugar de su pecho.- No ha sido fácil desde que dejé la universidad. El último año mi padre se fue con una cantante de karaoke y después se arruinó. De pronto me encontré con que me tenía que poner a trabajar. Nunca había pensado que algún día tendría que trabajar. Creí que el dinero de mi padre estaría siempre ahí para resguardarme…
– ¿En qué trabajas?
– Me cogieron como secretaria en la Embajada de Francia. Rutinario. Pero está bien pagado.
– Venga, que los franceses tienen mucho encanto. Seguro que te has pasado a más de uno por la piedra.
Nui bajó los ojos coqueta.
– Venga, cuenta.
– Había uno jovencito que llevaba los asuntos culturales. Eso fue a los tres años de entrar. Hubieras tenido que ver qué miradas me lanzaba. Me desnudaba con la mirada.
– ¿Y te desnudó en el mundo real?
– Sí, un fin de semana que me llevó a Phuket. Tal delgadito y comedido que parecía, y luego en la cama… Pero de esto no hablan las niñas educadas.
Las dos se rieron. Era lo que les decía Khun Pachara en las clases de literatura francesa, cada vez que aparecía algún pasaje subido de tono en “Madame Bovary”. Para Khun Pachara era subido de tono todo lo que aludiese a la anatomía del cuello para abajo.
– ¿Y qué pasó con él?
– Se le terminó el puesto y tuvo que volver a París. Me propuso que me fuera con él, pero le dije que no.
– Delgado, comedido, fogoso en la cama y empleado en una Embajada, no hay tantos hombres así.
– Lo sé. Mis padres me habían educado para que me casase con un hombre rico que me diese todos los caprichos. Me pasé la vida persiguiendo a esos hombres, sin darme cuenta de que una secretaria sin dinero no está para andar eligiendo.- Era la vieja cantinela que se le venía a la cabeza las tardes de lluvia: todos los hombres que había dejado escapar y todos aquellos de los que se había encaprichado y que no le habían hecho ni caso. Ya no dejaba escapar a los hombres, por la sencilla razón de que ninguno se le acercaba ya.
– Sola se está mejor que mal acompañada.- Trató de consolarla Pon, pero lo dijo de una manera que se notaba que ni ella misma se lo creía.
– Seguro que tú tienes muchos pretendientes.
– A ver,- levantó la mano y comenzó a enumerar.- El cirujano plástico que me regaló la teta derecha y el cirujano plástico que me retocó los pezones, que no habían quedado muy allá. Un coronel de la Policía. Un general del Ejército. Entre nosotras, si tienes que elegir entre un policía y un militar, quédate con el militar. Son más generosos y siempre saben cuándo será el próximo golpe de estado. También estuve con un directivo del Kasikorn Bank, que sólo sabía hablar de números, pero me dio muy buenos soplos e hice mucho dinero en la Bolsa. Luego estaba el actor ese que hacía de mariquita en Pen Tor, pero que de mariquita nada en el mundo real. Habrías tenido que verle haciendo el número del búfalo que carga.
– ¿Pero cuántos novios has tenido?
– Ya sabes que soy muy mala para las matemáticas. A lo mejor si me descalzo, me alcanzan los dedos…- Pestañeó coqueta.
En la mesa de enfrente se sentó una pareja joven. Él llevaba una camisa blanca de manga corta y unos vaqueros negros de marca y ella una falda plisada roja y una camisa de franjas azules y blancas, como si aquello fuese un verdadero café francés en el corazón de Montmartre. Se sentaron uno enfrente del otro y se cogieron de la mano, mientras se decían naderías. Pon se les quedó mirando.
– Te admiro,- dijo Nui.
– No hay nada que admirar.- De pronto el tono de Pon ya no era ligero, sino serio.- Ninguno estaba ahí por mí. Todos sentían curiosidad de saber cómo sería hacer el amor con un katoey. Habían oído que follamos mejor que las mujeres de origen.
– ¿Y es cierto?- Nui trató de bromear. Se había dado cuenta del cambio de humor de su amiga.
– Te pasas la vida intentando ser una mujer y todo lo que los demás piensan es si tendrás rabo o si tu vagina se sentirá diferente. Ser katoey es una mierda. ¿Sabes lo que me dijo mi padre cuando le dije que quería ser mujer? Me dijo que era una reencarnación desperdiciada, que deseaba que durante quinientas vidas me reencarnase en espíritu hambriento, que él quería un hijo, no una mala copia de una hija…
– Deja. Eso fue antes.
– Eso es ahora- dijo Pon, llorando abiertamente.- Mi padre murió hace cinco años, pero cada vez que cierro los ojos al ir a dormir, me viene su imagen llamándome reencarnación desperdiciada.
Nui le pasó el brazo por los hombros. Los chicos de la mesa de enfrente les miraban con disimulo.
– Yo también he sido una reencarnación desperdiciada- dijo de repente Nui.- No fui feliz. Busqué a mi hombre y no lo encontré. Quería tener tres hijos. Hasta había pensado en sus nombres. ¿Quieres oírlos?- Una lágrima le resbaló lenta por la mejilla.- Manee, Mana y Chuchai. Entonces me gustaban. Ahora los encuentro ridículos. No, yo soy la ridícula, sigo contoneándome cuando voy por la calle, como si aún fuera a atraer a algún hombre.
Silencio. Cada una rebuscó en su bolso un clínex. No parecía que hubiera nada más que decirse. Sólo secarse las lágrimas. Y mientras lo hacía, Nui pensó que se sentía muy bien con Pon, que hacía años que no se había sentido tan cómoda con alguien. Igual podían alquilar un piso de dos habitaciones las dos…pero no, ella no se podía costear la mitad de un piso que estuviese a la altura de Pon. Pon sacó un espejito para ver si las lágrimas le habían arruinado el maquillaje. Mientras se miraba se le ocurrió que podía proponer a Nui que se fuese a vivir con ella. El piso era demasiado grande para ella y ya sabía que en su vida no habría más hombres. Las dos podían hacerse compañía y apoyarse. Meneó la cabeza y desechó la idea. Los katoeys a medida que envejecen se ponen feos y se vuelven cada vez más raros. Cosas de las hormonas que toman. No le impondría a Nui que asistiese a su decadencia.
Pidieron la cuenta. Pon insistió en pagarla, pero Nui dijo que a partes iguales o se enfadaba. La pagaron. Se levantaron. En la puerta se despidieron con un beso y se fueron en direcciones opuestas.
Mis cuentos Emilio de Miguel Calabiael