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Blogs Barrio de las letras por Pedro Víllora

Los malos profesores

Pedro Víllorael

Cada vez que llega el periodo de oposiciones docentes me echo a temblar ante la posibilidad de que me toque formar parte de algún tribunal. Opositar es una experiencia estresante; lo sabemos no solo quienes la hemos pasado sino también nuestras familias. Pero la labor de evaluar, seleccionar y, en cierto modo, juzgar a los aspirantes supone una responsabilidad que no siempre está suficientemente considerada. Los aspectos que certifican la idoneidad de un candidato a veces no son claros; los criterios para diferenciar las capacidades de uno respecto de otro y puntuarlas no son irrefutables, de ahí que la disparidad de valoraciones entre miembros de un mismo tribunal pueda ser grande. Es un trago que muchos quisiéramos evitar desde el punto de vista de la comodidad personal, pero que al mismo tiempo querríamos asumir por compromiso con la carrera docente y el bienestar de los alumnos.

La calidad de la enseñanza no depende tanto del aumento de los recursos cuanto de lo que se haga con ellos. Puede basarse en los resultados académicos, pero estos tienen que ver más con la calificación que con el proceso. Los modelos pedagógicos son variados y preferir uno no tiene por qué significar despreciar los demás. Pero unos y otros los aplicarán los profesores en sus aulas y lo harán con mayor o menor ratio, con o sin presupuesto para actividades complementarias, en situaciones socioeconómicas de privilegio o de carencia… Variarán las circunstancias pero los profesores seguirán siendo personas. Es ese factor humano (con sus saberes y habilidades) el que se expone ante un tribunal.

Buena parte de la excelencia académica radica en la voluntad del profesorado. Una buena selección del mismo es indispensable, pero no garantiza el éxito. Después viene el encuentro con los alumnos, donde los conocimientos y estrategias pedagógicas contrastan su eficacia. El buen o mal profesor lo será en función no solo de su capacidad para integrarse en el departamento, seguir las pautas de los equipos directivos e interaccionar con los claustros, sino de su relación con los alumnos.

A veces se habla de una especie de contrato con el alumno, como si fuese el cliente al que brindamos el servicio de la enseñanza. Es una imagen que me resulta fría, mercantil, pero de la que puedo aceptar lo que tiene de compromiso con el otro. Los profesores y los centros existimos porque hay alumnos. Ellos no están para servir a nuestros intereses sino que son el objetivo de nuestro trabajo. Los malos profesores no siempre tienen esto claro o no saben cómo enfocar su labor.

Durante dos años, si no más, fui un mal profesor. Nada más comenzar a trabajar me vi desbordado y no recuerdo que nadie en el centro me preguntase cómo estaba de verdad. En mi condición de docente novato, se me adjudicaron seis asignaturas diferentes, con seis programas distintos para seis grupos de alumnos. Tal vez mis compañeros, avezados profesores, creían que yo era como ellos y podía sacar adelante tanto trabajo, pero no. Me pasé dos años sin parar de estudiar simplemente para sobrellevar el día a día, y aun así hubo una asignatura que ya había odiado como alumno y de la que seguí sin saber nada. Me sentía un fraude cada vez que entraba en el aula, y lo que hacía con esa asignatura no era enseñar, sino simular. En mi tercer año pude elegir y me concentré en aquello que sabía que podía hacer bien. Las cosas cambiaron y comencé a amar mi profesión.

Me pregunto si todos los malos profesores son realmente malos profesionales o si les ha faltado la oportunidad de aprovechar sus capacidades. En ocasiones estamos muy solos, faltos de guía. Con el tiempo, pienso que me habría gustado tener un tutor durante aquellos dos primeros años; no quien nominalmente firma el certificado de idoneidad sino un verdadero interlocutor con el que hablar de mis dudas. Pero también querría que los alumnos pudiesen expresarse y comunicarme sus impresiones, porque si creo que he mejorado y estoy equivocado me vendría bien saberlo y perseverar.

Confiamos cada vez más en las capacidades de los jóvenes, se discute acerca de la reducción del umbral de edad para su expresión sexual y política, y sin embargo no siempre tienen un instrumento para la valoración de sus formadores. No entiendo que puedan votar y dirigirse a sus representantes sociales y no puedan elaborar escritos sobre quienes son responsables de su enseñanza. Creo que la evaluación anónima y consecuente del profesorado es indispensable para constatar no tanto nuestra eficiencia como nuestra eficacia. Dudo de que alguien quiera ser vocacionalmente un mal profesor, y al que lo es le viene bien saberlo, porque de otro modo será difícil que le ponga remedio. Pero hay claustros que se resisten a implantar medios para que se produzca esta evaluación, como si el alumno fuese un enemigo resentido. No lo es, ni tampoco un espectador pasivo de nuestras clases. Es un ciudadano más o menos joven con el que nos hemos ligado y que debe poder decirnos si le hemos fallado o no.

Por compromiso con el alumno seleccionamos al mejor profesorado posible; por la misma razón deberíamos hacer su seguimiento y favorecer su evaluación.

@Pedro_Villora

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