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Blogs Barrio de las letras por Pedro Víllora

Kiti Mánver, de Antequera y con los pies en la tierra

Pedro Víllorael

Reciente ganadora del Premio Ciudad de Huelva, Kiti Mánver es una andaluza criada en tres ciudades diferentes, aunque ella siempre presume de aquella en que nació, Antequera (y se le ilumina la voz al pronunciar ese nombre): «Nací en Antequera y solo estuve allí ocho meses, pero es mi origen. Mis paisanos siempre me han acogido cariñosísimos y me han hecho todos los honores posibles. Me han dado el Efebo de Antequera, por ejemplo, que es una joya de escultura. Hasta los seis años estuve en Málaga, de los seis a los trece en Melilla y desde entonces en Madrid. Pero mi padre siempre me hablaba de Antequera y de adolescente iba mucho. Soy antequerana, sin duda».

Su nombre completo es María Isabel Ana Mantecón Vernalte, y su padre era un comisario de policía cuyos cambios de destino suponían el traslado de toda una familia numerosa de nueve hijos. Un hombre, su padre, que de joven quiso ser guionista de cine y que, al aprobar la oposición de funcionario, cambió de profesión pero no de gustos: «Siempre he tenido contacto con el arte gracias a mis padres, sobre todo mi padre. Eran muy aficionados al teatro y, de hecho, en los colegios por los que iban, antes incluso de que yo naciese, hacían cosas de aficionados: textos, cuentos… Como somos tantos hermanos, mi madre dejó de trabajar para dedicarse a nosotros y echaba una mano en todos los colegios, como cualquier madre de AMPA hoy día». Esa vocación cultural de la familia no se reducía al teatro escolar o el cine, sino que incluía los libros y, especialmente, la música clásica: «El bagaje cultural que pueda tener viene de la influencia de mi padre».

Dice Kiti Mánver que el recuerdo más antiguo que tiene de las tablas de un escenario es de los tres años, con la imagen vívida de escuchar una música, asomarse agachada por debajo de algo y ver unas faldas moviéndose y una gente bailando. Y poco más tarde hacía puestas en escena de algunos chistes en el colegio de monjas: «Siempre he sido cómica, pero tengo la sensación de las tablas como algo integral, donde no concibo la tragedia sin la comedia. No he dicho: “Voy a ser actriz cómica”. Ni siquiera he dicho. “Voy a ser actriz”. Lo he sido y ya está».

De su niñez en Málaga recuerda haber ido al cine pero no al teatro. En cambio, en Melilla sí; en concreto su padre la llevaba a la zarzuela: «Mi padre adoraba el género, se las sabía de memoria y nos regaló a todos, pero sobre todo a sí mismo, un magnetofón donde aprovechó para que grabásemos cuentos dramatizados, como el de La ratita presumida. Todo eso era algo cotidiano en nuestra casa».

“A la luz de Góngora”, con dirección de Kiti Mánver

En Madrid vivía en Moratalaz, y todo le parecía muy grande comparado con Melilla. Cambió del colegio de monjas al instituto público Isabel la Católica, en el Retiro, donde conoció a Paco Algora, que era hijo del portero del vecino Observatorio Astronómico. Y al año de estar en Madrid se puso a trabajar: «Nunca reniego del trabajo porque me ha enseñado muchísimo. Primero entré a un laboratorio de farmacia. Después fui cajera en el bar del Ramiro de Maeztu. Y entonces mi hermano Víctor, que era amigo de Pepo Goyanes, el hermano pequeño de las Goyanes, me dijo que estaban buscando una niña para Rosas rojas para mí, una obra de Sean O’Casey con versión de Alfonso Sastre que preparaba la compañía de Carlos Larrañaga y María Luisa Merlo». Con autorización de la madre hizo una prueba de canto con el músico José Ramón Aguirre y con el director José María Morera, y enseguida le dieron el papel. Se sintió bien acogida pero también aprendió lo que considera «trucos feos»: «El actor José María Requena me advirtió de que no me convirtiese en una ratita de teatro. Yo no entendí lo que quería decir, y se refería a que no me apuntara a hacer bromas los unos a los otros en el escenario, sino que me lo tomase en serio. Eso se me quedó grabado para siempre y es algo que no consiento porque me parece una estafa».

La escenografía de Rosas rojas para mí era de Francisco Nieva, que al mismo tiempo hacía el diseño de producción de Cántico (Chicas de club), película del recientemente desaparecido Jorge Grau. Fue Nieva quien la recomendó para la película y obtuvo el permiso para simultanear ambos trabajos: «La obra era una función intensa, dramática estupenda, donde yo era una niña de un pueblo de irlandeses y lo único que decía era un grito desgarrador y unas canciones. En la película la protagonista era Elisa Laguna, y yo hacía su mismo papel cuando era pequeña. Fue un buen debut en el cine, con Fernando Rey, que me violaba; tenía muchas escenas intensas con él en medio de las imágenes de Nieva, pero nada obsceno se veía porque todo era sugerido. Allí entendí lo extraño de esta profesión, porque rodábamos en pleno febrero y simulábamos que era verano, y me bañaba los pies en la Pedriza que, de congelada que estaba el agua, me corté con un guijarro y no me salía la sangre».

Su siguiente trabajo fue Personajes en la sala que estaba debajo del Teatro Albéniz: «Era una especie de copia de Hair, muy hippy, con un grupo de música en directo, Los Grimm, donde estaba Pablo Abraira. Y cómo sería todo de económicamente nefasto que mi padre vio aquello y nos cogió a mi hermano (que también trabajaba ahí) y a mí de la oreja y nos dijo: «Este teatro, no”».

Ángel Pardo y Kiti Mánver en “Equus”

Tras Grau, continuó trabajando en esos primeros años setenta con jóvenes talentos del cine español, como Claudio Guerín en La casa de las palomas y Manuel Gutiérrez Aragón en Habla, mudita. Ahí ya comprendió que tenía que formarse y que no le bastaba el meritoriaje, así que se apuntó al TEI, donde estuvo tres años. «Aprendí muchas cosas pero no me terminaba de gustar porque, como todas las escuelas, en un momento dado echaba mano de algo místico, y yo soy muy de pies en la tierra. Aun así es mi base del teatro, porque pude trabajar con gente que venía de Roy Hart y tuve al extraordinario Arnold Taraborrelli, que es un ser maravilloso con imaginación y una mente artística abierta, que te da millones de imágenes para que las cojas y te sirvan». No fueron sus únicos estudios, porque hizo tres años de teatro clásico y trabajó la voz con Pilar Francés, Vicente Fuentes y Dina Rot. Incluso, cuando ya tenía un hijo y estaba haciendo cada noche en el Marquina Solo para mujeres, de Sebastián Junyent, decidió estudiar dirección un par de años en la Universidad de Kent en Torrelodones. «No tenía tiempo suficiente para hacer interpretación, pero la habría hecho. Los profesores eran Juan Sanz y Miguel Ángel Coso, de los que he aprendido muchísimo de técnicas teatrales e iluminación». Kiti Mánver se recuerda siempre haciendo cursos: mimo con Pawel Rouba, guitarra clásica con Jorge Fresno: «Fui al Conservatorio de muy mayor, cuando me dije: “Conocimiento, para mí”. Me vino bien para mi formación».

Consciente de que nunca ha sido una chica de portada, Kiti Mánver reconoce estar contenta con su carrera, en la que ha hecho solo lo que ha querido y, cuando no ha podido, se ha retirado. De ahí que haya tenido «altibajos con bajos tremendos» y que al menos en ocho ocasiones haya decidido abordar la producción teatral: «A los veinticinco años hice la primera. Éramos cuatro productores con Merche Guillamón (Eva Siva), Marciano Buendía y Modesto Fernández. David Perry vino de Inglaterra a hacer dos cursos sobre Shakespeare y de ahí surgió El sueño de una noche de verano. Me di un bofetón y aprendí la verdadera profesión, porque hay compañeros que, cuando produces, te conviertes en enemiga. Y eso que debes hacerte cargo de todo el trabajo: de gestionar papeles a coser, pintar, recoger la gente…, cientos de cosas además de tu propio papel, que hice Hipólita. No hice Titania porque en ese sentido he sido prudente y once años de colegio de monjas me han servido para tener el Arte de la prudencia de Gracián como libro de cabecera».

Aunque económicamente le fuese fatal, entre las satisfacciones de esa primera producción no es la menor haber ido a Londres a cerrar el contrato de David Perry en casa de Rafael Martínez Nadal. «Mis producciones han sido casi siempre ruinosas, con muchas obligaciones y pocas alegrías económicas. Tuve una compañía de clásico y sé que gracias a una serie de televisión que hice se pudieron pagar las dietas de la gente. Siempre aconsejo a los jóvenes producir, porque los actores que producen comprenden de verdad cómo funciona este negocio y entiendes el trabajo de cada uno. Yo he sido una productora muy modestita, pero en ese transcurso he aprendido una barbaridad». También la producción le permitía montar textos que no le ofrecían, como la primera obra de Tony Kushner, Una habitación luminosa llamada día, que coprodujeron Antonio Resines y Jesús Bonilla. Y otra producción fue El botín, de Joe Orton «con Carlos Hipólito, que descubrió en esa obra que era un actor cómico sensacional porque hasta entonces era un jovencísimo actor dramático… He ido haciéndome a pedazos, funcionando con un impulso adelante de hacer cosas que me gustan».

En los últimos años se ha convertido en la actriz favorita de Juan Carlos Rubio, de quien ha hecho ocho espectáculos. «En Humo nos estuvimos probando el uno al otro, y me encantó nada más ponernos a trabajar. Vi que era muy eficiente. Él pone las funciones en pie enseguida. Otros se tiran quince días de trabajo de mesa y yo creo que eso no es operativo y menos en nuestra realidad teatral donde solo hay 45 días de ensayo, por lo que conviene traerse el personaje pensado de casa. Y es lo bastante flexible como para quitar lo que no funciona o para escuchar lo que se le propone. Aprendí con él que a veces, aunque al principio no sea orgánico lo que estás haciendo, a base de trabajar lo práctico puede venir la organicidad. Un paso a eso ya me lo había dado Junyent, que en su obra tenía que estar prácticamente todo el tiempo borracha. Yo intentaba buscar el personaje y ya Junyent me dijo: “Faltan seis días para el estreno. No lo hagas orgánico pero hazlo”. Y cuando me las han cantado tan claras me ha venido bien».

En su carrera ha tenido ocasión de trabajar con directores estupendos «que vociferan o tienen recovecos». Si lleva ocho obras con Juan Carlos Rubio no es por casualidad: «Es elegante y contagia alegría por el trabajo. Así que he aprendido de él como persona. Ojo, que también hay conflicto, pero desde un punto de vista natural. El conflicto es bueno, porque de la discusión se llega a grandes hallazgos. Y como los actores trabajamos con armas delicadas, que somos frágiles y potentes, tenemos que ser un poco fríos para encontrar el equilibrio entre las emociones y la técnica. El arte del teatro es repetitivo, y la mezcla de la organicidad con la técnica procura trabajos excelentes. No importa lo que siente el actor, sino el personaje. Y a veces el actor debe entender si está estropeando la idea del director para la escena».

Hay dos directores, uno de cine y otro de teatro, que le dieron lo que considera sus «primeras collejas, en el buen sentido de comprender». Uno es Enrique Urbizu, que al segundo día de rodaje de Todo por la pasta le dijo que no hacía el personaje como él quería y le explicó cómo hacerlo. Y precisa Kiti Mánver: «Entendí que este señor tenía razón y menos mal que le hice caso». Y el otro, en teatro, es José Pascual: «Siempre he aprendido mucho de los jóvenes. También lo hice de Carlos Hipólito, que ya me advirtió de que a veces llevaba mis problemas personales al escenario sin darme cuenta. El peligro de tener directores que lo tienen tan claro es que te vuelves una vaga porque confías mucho en ellos». Para Mánver, lo más difícil de hacer en el teatro es la disciplina de escuchar y salir al escenario sin saberte la función: «Todos los días tienes que escuchar a tu compañero, porque si llevas muchas representaciones es sencillísimo reaccionar antes de que la otra persona haya dicho la palabra que es motor para que contestes con un gesto o una frase. Ese ejercicio de estar nuevo cada día es el idóneo», concluye.

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