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Blogs Barrio de las letras por Pedro Víllora

El vergonzoso en palacio

El vergonzoso en palacio
Pedro Víllora el

Hay un viejo refrán español, recogido (aunque no desarrollado) por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española, según el cual “al mozo vergonzoso el diablo le lleva a palacio”. Es más que probable que fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina, se inspirase ahí para titular esta obra difícil de datar tanto en la escritura como en la fecha de estreno, pero que desde su publicación en 1624 se ha convertido en un puntal para el bien merecido prestigio del autor como creador de personajes femeninos. Aunque el título privilegie un protagonista masculino, y pese a que ciertamente toda la primera jornada parezca más propia de una comedia de capa y espada, con multitud de hombres litigando, engañando y batallando, la aparición en la segunda jornada de dos mujeres sagaces, inteligentes y decididas decanta la pieza hacia una atmósfera de erotismo y malicias cuya vivacidad enriquece sobremanera el sentido ejemplarizante y vivificador de una obra atravesada en sus inicios de duelos, violaciones, engaños y venganzas.

Esa transformación se percibe tanto en el texto como en la puesta en escena de Natalia Menéndez para la Compañía Nacional de Teatro Clásico y que se acaba de estrenar en el Teatro de la Comedia. Como si fuese el sueño de una noche de Carnestolendas, sitúa el arranque de la acción escénica en un bosque que es en realidad un espacio de espejos que multiplicará las imágenes con proyecciones y retroproyecciones, y que es presidido por un enorme árbol que tiene algo de ilustración de cuentos, y que esconde en su parte posterior un gabinete idóneo para las escenas de interior. Esa fantasía de elementos que parecen una cosa y son otra se extiende al espacio sonoro en el que el sonido de las aves nocturnas se confunde con gritos de niños. Toda esta creación en la que intervienen profesionales tan acreditados como Alfonso Barajas (escenografía), Juan Gómez Cornejo (iluminación), Álvaro Luna (vídeo) y Mariano García (espacio sonoro) es feérica, inquietante y, como el refrán, diabólicamente atractiva. Como atractivo es el vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, de especial importancia en una obra donde los personajes se intercambian el vestuario, los graciosos se enfrentan a la dificultad de calzarse las elaboradas ropas de corte, ciertas cuestiones de clase social se organizan a través de la presencia y la apostura y alguna mujer se viste de hombre mientras que otra rememora a las santas zurbaranescas en colores, lazos y chales.

Fotografías de Sergio Parra para la Compañía Nacional de Teatro Clásico

En 1989, Adolfo Marsillach hizo un memorable montaje de El vergonzoso en palacio donde un grupo de payasos con paraguas iban construyendo el espacio con su movimiento. Marsillach creó una diversión de casi tres horas de duración a partir de una fidelísima versión de Francisco Ayala transfigurada por completo mediante una puesta en escena arrevistada. Fue un delirio que no se olvida pese a las tres décadas transcurridas. Yolanda Pallín, al revés que Ayala, ha hecho una adaptación muy intervencionista y coherente con la visión de la directora. Ha eliminado un tercio del texto suprimiendo fragmentos de carácter más informativo que activo, ha reducido al mínimo las intervenciones de personajes secundarios que hoy resultan más bien poco graciosos, pero sobre todo ha potenciado las acciones y reacciones en torno a la feminidad que ya estaban en el original (al menos esbozadas) y que en su texto adquieren la relevancia necesaria para que el espectador contemporáneo compruebe que los conflictos presentes en un texto clásico magistral como este siguen siendo los suyos.

En el texto de Tirso, y aún más en el montaje de Menéndez, la violencia contra las mujeres debe ser castigada. Esa sería la parte dramática de la obra, pero en la cómica está que cualquier mujer, cualquier persona, debe ser libre y autónoma a la hora de amar y, aún más, al decidir comprometerse o no. Uno debe intentar ser quien quiere ser. Así, Madalena y Serafina, hijas de duque, renuncian a pretendientes nobles por otros de, en apariencia, muy inferior condición. Y son ellas, sobre todo la primera, las que van a por ellos con conocimiento de causa. En el original hay una dama de compañía y amiga, Juana, a quien Pallín y Menéndez dan mayor relevancia para que tenga algo de urdidora de estrategias en favor del amor, con lo que esta obra que comienza siendo una tragedia de hombres que luchan termina siendo una comedia de mujeres que gobiernan sobre su deseo y sus cuerpos.

Natalia Menéndez, que empezó como actriz elegante y sobria antes de mostrar que era igualmente elegante como directora, tiene continuidad escénica en la Juana de María Besant. Hay un punto sofisticado, suavemente irónico y sin duda bienhumorado en Besant, una madurez aún joven pero serena que se diría inquebrantable y capaz de hallar solución a cualquier cosa. Lara Grube sobresale en algunas de las mejores y más difíciles escenas, como ese lucimiento donde su personaje interpreta una obra dentro de la obra y desgrana una lección de comedia. En cuanto a Anna Moliner, emociona con una falsa ingenuidad aniñada que encubre una determinación llena de sensualidad. Ellas encabezan un soberbio reparto donde destacan igualmente la achulada arrogancia de Bernabé Fernández, la dignidad de Carlos Lorenzo o la fortaleza de José Luis Alcobendas o Juanma Lara. Pero sería injusto no decir que todos hacen un trabajo verdaderamente encomiable.

Dice un personaje que en tres cosas era mala la vergüenza y el temor: “en el púlpito, en palacio, y en decir uno su amor”. Muchas veces se habla de la relación de esta obra con el narcisismo (hay un momento que Serafina se encandila del retrato disimulado de sí misma), y Natalia Menéndez no lo ha rehuido al construir en el escenario un espejo que nos refleja y en el que mirarnos. Pero no diría que su visión es tanto la de alguien que critica a una sociedad que se quiere demasiado como la exhortación a perder la vergüenza y afrontar con decisión nuestros deseos sin que eso implique dañar a los demás. En ese palacio que es la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Natalia Menéndez ha entrado sin ninguna vergüenza para continuar la obra de los maestros (Marsillach, sin ir más lejos) y mostrar qué divertido, qué entretenido, qué apasionante y que atemporal es el gran teatro clásico cuando se hace así de bien.

@Pedro_Villora

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