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Buscando héroes en Filipinas

Emilio de Miguel Calabia el

Todas las naciones necesitan héroes, gente a la que mitificar un poco, gente que te permita decir: “puede que normalmente seamos bastante capullos, pero cuando nos ponemos… Y si no fíjate en la gesta de Bartolo.” En la entrada anterior hablé de César Cervera, que se ha puesto a ensalzar a héroes patrios en unos tiempos que parece que ya no estuviera de moda. Hoy hablaré de otro autor, Nick Joaquín, un gran escritor filipino que en 1977 se puso a indagar sobre los héroes de su nación y plasmó sus reflexiones en el libro “A question of heroes”, en el que llegó a la conclusión de que sus héroes patrios dejaban mucho que desear.

El primero de esos héroes es el Padre Burgos, implicado en la conspiración de Cavite de 1872. Burgos fue incriminado por testigos de cuya fiabilidad habría mucho que decir. Es posible que Burgos muriera por el único pecado de haber querido que el clero filipino pudiera ocupar los mismos cargos de responsabilidad que el clero español. Nick Joaquin sugiere que la conspiración de Cavite fue empleada para deshacerse de ese cura contestatario. Condenado injustamente, Burgos no fue uno de esos héroes que en el cadalso se permiten la chulería de decir alguna frase desafiante. Subió al patíbulo sollozando y clamando su inocencia. Sólo dejó de resistirse cuando alguien le dijo que también Jesucristo había sido inocente. Ahí recuperó la compostura y le dijo al verdugo: “Hijo mío, te perdono. Cumple con tu deber”. En una última burla del destino, la calle que hoy lleva su nombre en Makati, una de las ciudades que componen Metromanila, es famosa por los bares de chicas.

El retrato que hace Nick Joaquín de los expatriados filipinos que en la década de 1880 y 1890 abogaron por la causa filipina en Europa tampoco es muy halagüeño. Los retrata como un grupo de bohemios bullangueros, muy idealistas y poco prácticos, más dispuestos a pronunciar grandes soflamas y escribir octavillas que a la acción directa.

Por ejemplo, Graciano López Jaena que era, al decir de su compañero José Alejandrino, la falta de pulcritud personificada. Siempre estaba citando a Danton, a Marat y a Robespierre, aunque, según Alejandríno, “creo que nunca había leído tan siquiera la Historia de la Revolución Francesa”. López Jaena, que sufría de verborrea, era dado a improvisar sus discursos. En cierta ocasión en el Ateneo de Barcelona, debió de improvisar más de la cuenta y sus compatriotas le recriminaron. Su respuesta fue: “Si lo que dije no era verdad, ninguno de los presentes podría refutarme porque eran tan ignorantes sobre el tema como yo mismo”. Dominador Gómez hablando de las actividades de los expatriados, señala que su credo era mezclar lo útil con lo dulce, los negocios con el placer. Eso no se llama activismo político, eso se llama diletantismo.

Y llegamos al héroe filipino por antonomasia, José Rizal. José Rizal fue más un reformista que un revolucionario y da la sensación de que prefería las alturas especulativas que las honduras de la acción. Exiliado en Dapitán a causa de las paranoias de los frailes españoles, que veían sediciones en todas partes, sobrellevó el exilio de la mejor manera posible, estudiando y dedicándose a experimentos prácticos. Cuando en 1896 estalló la revolución de Andrés Bonifacio, las autoridades, sin ninguna prueba, sospecharon que pudiera estar involucrado y le sometieron a un juicio tan sumarísimo como injusto y absurdo. Lo mismo que hicieron en su día con el Padre Burgos. Hasta el final Rizal intentó escapar a su destino de mártir nacional. Hizo profesión de lealtad a España y repudió públicamente el levantamiento de Bonifacio como una aventura «absurda y salvaje». No le sirvió de nada: primero fue fusilado por los españoles y luego fue elevado a los altares del nacionalismo filipino. Posiblemente hubiera preferido que le olvidaran en Dapitán y haber prescindido de altares. No sería un héroe verdadero, pero era lo suficientemente inteligente como para saber que el heroísmo póstumo aprovecha a todos menos a la víctima.

¿Y qué decir de Andrés Bonifacio, que sí que fue el tipo de revolucionario que no fue Rizal? Lanzó una revolución prematura en 1896 con una “banda de guerrilleros desorganizada e inefectiva” (son palabras de Joaquín), aunque a los héroes no se les pide que sean siempre exitosos. Habiendo fracasado en su revolución, se pasó al territorio de los rebeldes caviteños y trató de lanzar una opa hóstil a su revolución. Ya que la revolución que él había liderado había fracasado, intentó liderar una revolución que sí que estaba triunfando. Él solito hizo más daño con sus intrigas a la revolución caviteña que un batallón de soldados españoles. Al final los caviteños acabaron fusilándolo.

El responsable del fusilamiento de Bonifacio fue Emilio Aguinaldo, el segundo gran héroe filipino. Aguinaldo demostró ser un general competente durante la revolución caviteña. Sin embargo le faltaba la inteligencia maniobrera del político. Aun más, Joaquin le acusa de falta de amplios horizontes, de no haber sabido capturar las grandes oportunidades cuando las tuvo a su alcance, como si la gloria le diese miedo. Su gran oportunidad perdida llegó en julio de 1898. Sin apenas ayuda exterior, él y sus filipinos habían llegado ante las murallas de Manila. Un esfuerzo más y habrían entrado en la capital. Si Aguinaldo y sus hombres hubieran libertado Manila, todo habría podido ser diferente. No lo hicieron. Aguinaldo se dejó manipular por los norteamericanos, que negociaron a sus espaldas la rendición de la ciudad y se aseguraron que la caída de Manila fuera su triunfo, no el de los filipinos.

Apolinario Mabini fue el Robespierre filipino y compartió todos los defectos del Robespierre original. Tenía un poderoso intelecto, acompañado de una gran capacidad para odiar a quienes se le oponían. Rigorista y trabajador, era de esos hombres tan convencidos de estar en lo cierto que ignoran la palabra compromiso. Sin embargo, la Historia suele estar del lado de los que saben cuándo llegar a un compromiso. En Malolos, cuando los revolucionarios filipinos intentaron poner los fundamentos de una república filipina independiente, ante la creciente amenaza norteamericana, Mabini maniobró intransigentemente en defensa de su ideal jacobino. En un momento en el que la unión entre los filipinos era lo esencial, Mabini consiguió dividirlos. Prefirió ganar la batalla y perder al final la guerra.

Aquí llegamos tal vez al único héroe que consigue resistir el análisis implacable de Joaquin, el General Antonio Luna. Luna supo entender que la causa filipina requería unidad. Mientras Mabini se enemistaba con los elementos más conservadores y Aguinaldo vacilaba, Luna creaba un Ejército nacional sobre la base de la solidaridad. Su visión de dónde estaba el verdadero enemigo y su amplitud de miras eran tan grandes que llegó a aceptar hasta la presencia de españoles en las filas del nuevo Ejército. Luna ideó una estrategia que, dadas las circunstancias, era la única que ofrecía a los filipinos alguna perspectiva de triunfo: una retirada combatiendo hasta la Montaña y allí lanzar una guerra de guerrillas hasta que la cantidad de bajas hiciera a los norteamericanos abandonar Filipinas. No fue escuchado. Peor aún, el mejor general filipino fue asesinado por los propios filipinos. Su inteligencia y su carácter iracundo habían terminado por hacer que algunos pensasen que era un Bonaparte en ciernes. La falta de unidad, contra la que Luna tanto había luchado, había impedido que los filipinos comprendieran dónde estaba el verdadero enemigo.

Gregorio del Pilar era joven y apuesto y tenía un áura romántica a lo Lord Byron. Tuvo además el gusto de morir joven y de una manera heroica. Tan heroica como inútil, según Nick Joaquin. Del Pilar murió en el paso de Tirad mientras trataba de ganar tiempo para la retirada hacia ninguna parte de Aguinaldo. Según el testimonio norteamericano, compuso un hermoso cadáver.

El último héroe de la lista de Nick Joaquin es Artemio Ricarte. Ricarte nunca aceptó el dominio norteamericano sobre Filipinas. Capturado por los ocupantes en mayo de 1904, cuando en 1910 hubo cumplido su condena, se le intimó a que jurase lealtad a los Estados Unidos. Habiéndose negado, fue enviado al exilio. De 1910 a 1914 anduvo tramando insurrecciones y soñando con la creación de una República Rizalina desde Hong Kong. Expulsado por los ingleses, acabó encontrando refugio en Japón, donde enseñó español en un colegio y regentó un restaurante. En esos años nunca se olvidó de Filipinas, pero los filipinos se olvidaron de él. En 1942 regresó a Filipinas con los ejércitos japoneses. Debió de ser un duro choque para él, descubrir que la Filipinas por la que había luchado ya no existía, que ahora los filipinos se expresaban en inglés y que no le veían como a un liberador, sino como a un ocupante.

Al final me queda la duda de si verdaderamente es un problema el que los héroes filipinos dejen mucho que desear. ¿No será que los filipinos son lo suficientemente cínicos o realistas como para haberse dado cuenta de que no hay héroes, sino hacedores de héroes? Tal vez les faltó la convicción necesaria para mitificar a sus próceres y prefirieron tener como padres de la patria a simples seres humanos, con sus debilidades y sus errores.

 

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