Esto que voy a hacer es una novedad editorial. De hecho no sé si estoy quebrando alguna ley… Si así fuera, lo siento. A ver si no rompo nada. El caso es que voy a poner aquí, en primicia requetemundial, la crónica que he mandado para el papel de ABC sobre la película de Sorrentino, ‘Il Divo’, y sobre la de Kaufman, ‘Synecdoche, Nueva York’…
La pizza Andreotti y la bullabesa Kaufman
La «pizza» es mucho más que un modo italiano de matar el hambre; es una imagen, un concepto, un modo de hacerlo todo, desde el cine hasta la política. La película “Il Divo” es una divertida “pizza” sobre la política italiana, que es otra magnífica “pizza”. La primera, la ha dirigido Paolo Sorrentino, y la segunda, la ha dirigido durante décadas Giulio Andreotti, el inoxidable, personaje protagonista de esta historia, y de tantas otras.
Sorrentino propone la apariencia de una comedia buffa para hacer el retrato de “il divo” Andreotti, que borda el actor Toni Servillo hasta el punto de ofrecerse descaradamente a conseguir el premio de interpretación: en lo físico, lo clava, con la cara de madera seca, el gesto de perpetuo estreñido y la traza de aquel “Nosferatu” de Murnau, y en cuanto a su retrato de puertas para adentro, pues es, dicho en una palabra, aterrador. Sobre la masa de la política italiana de los últimos treinta o cuarenta años, aparece este ingrediente poderosísimo, alguien de respuesta pronta y certera, de modales mansos, flemático y con un sentido del humor tan profundo que le llevaba a decir frases sorprendentes, como ésa de “no fumo porque no tengo vicios pequeños” o “soy consciente de mi estatura media, pero no veo a mi alrededor gigantes”… Acusado de complicidad con la mafia, de haber ordenado la muerte del periodista Mino Pecorelli, Andreotti , o su caricatura en la pantalla de Sorrentino, pasea solo por la vacía noche romana, con sus maquinaciones y con una caterva de guardaespaldas y machacas, y la sensación es que de las muchas formas que tiene el poder, ese hombre ha adoptado la más sencilla, la más discreta, la más peligrosa.
Los personajes, los ingredientes multicolores, saltan y resaltan en la pantalla dejando un absoluto fresco, o mejor, recocido, del curso de la política italiana, en la que la corrupción tomó a veces el aspecto de obra de arte maligna y en la que los poderes se han cruzado con tanto ímpetu, velocidad y fe que se han acabado confundiendo, como los quesos en una quatro fromaggio… En cualquier caso, el cine italiano se ha presentado a esta edición de Cannes con más fuerza que ningún otro, y “Gomorra” y esta “Il Divo” han sido hasta ahora de las más apetitosas.
La primera media hora de película es una aspiradora de ánimos, pues hace un recorrido al completo por el carril de la depresión de ese personaje, su mujer y su hija, que se irán durante unos días para siempre a Berlín… Cada plano, cada escena, cada instante es un elogio del desconsuelo, pero enseguida toma curso la argamasa entre la ficción y la realidad, con lo que el espectador empieza a perder pie, pero no a dejar de asombrarse. No es fácil seguir el discurso de Kaufman (ni aconsejable, pues se recomienda al que lo haga fácilmente que pida ya hora a algún alienista) pero aún a cierta distancia se ven los fulgores de su talento y la lucidez de algunas de sus ideas, algo tétricas, sobre la enfermedad, la muerte, la soledad y eso… Dentro de los pliegues de sus estructuras narrativas, lo más sorprendente es el modo en el que arruga el tiempo, que se somete mansamente. Como es obvio, Kaufman no proporciona certezas, pero sí deja el aire lleno de sensaciones y presagios de que a su manera rara ha dado en el clavo de muchos asuntos esenciales. Y si la película italiana era una especie de “pizza”, ésta de Kaufman es, literalmente, una sopa bullabesa.
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