Lejos de la hormigonada “Zona Verde” del corazón de Kabul hay otro Kabul. Lejos de los “check points” interminables. Lejos de militares del Ejércio Nacional Afgano, de la Policía, de los cuarteles generales de la misión de la OTAN, de la amenaza talibán, yihadista, insurgente, de la patrulla, del IED o mina en el camino. Lejos del blindaje diplomático. Lejos de todo eso, en el aterdecer lánguido, espeso y polvoriento de un sábado de Kabul hay una niña que salta a la comba en el cielo de Afganistán.
Nos encontramos en la colina Rabbani, anteriormente conocido como Qalai Musa, y que ahora debe su nombre a Burhanuddin Rabbani, líder muyahidín y expresidente afgano asesinado en septiembre de 2011 cuando presidía el Consejo de Paz que trataba de reconciliar al país de los pastunes, tayikos, hazaras, uzbekos, aimakos, turkmenos y baluchis tras más de tres décadas de guerra ininterrumpida: invasión soviética, muyahidines, talibanes y tras el 11-S los estadounidenses y otros 49 países que ahora suman un total de 99.590 militares.
No escribiremos de geopolítica, ni de fechas de repliegues militares (eufemismos tácticos castrenses) u operaciones contra el opio porque allí en la altura del monte Rabbani, desde la que se divisa y divide la capital afgana -en ebullición constructora por el tremendo aumento demográfico del último lustro-, ella salta a la comba… y todos miramos. Paramos el tiempo. No se deja fotografiar. Tímida rehúye la mirada, el habla, la aproximación del forastero. Un amago de contacto y se despide en compañía de otros compañeros de tarde. Descansa y vuelve a saltar a la comba sin entender de plazos, de cumbres, de elecciones presidenciales por venir. Ensimismada en su monótona felicidad, ella salta.
Un niño sentado, una papelera desvencijada y oxidada. En segundo plano, dos afganos ataviados con el “pakul” -el tradicional gorro de lana prensada- observan la otra cara de Kabul. En tercer plano, las montañas marrones, como las que atravesó, gélidas y blancas, el heleno Alejandro Magno en su conquista de Bactria, en la que halló a su princesa Roxana.
En la misma colina, niños merodean. Juegan, venden tortas de pan, huevos… piden dólares, por supuesto. Se observa un guardia de seguridad privada con AK-47 en ristre. Al fondo, junto a la tumba de Rabbani se observa la piscina de los trampolines desde los cuales los talibanes arrojaban, desde lo más alto, a homosexuales y todo atisbo de oposición. Nos comenta el guía que la piscina no conoció tirabuzón alguno. Proyecto soviético, nunca conoció agua clorada… pero sí que condensó la sangre de unas ejecuciones sumarísimas en nombre del mulá Omar y su interpretación inhumana del islam.
Ella salta a la comba. No conoceremos su nombre ni edad. Huye. Es una niña en Afganistán, como esas que con la pubertad son escondidas bajo un burka menos acuciante ahora en la capital kabulí. Pero no se relajen, en zonas más rurales hay mujeres ejecutadas o encarceladas por amor. Por no aceptar el designio del marido concertado. En esas zonas el burka no es la excepción.
Pero ella continúa su salto. Nos alejamos. Volvemos la mirada desde nuestro todoterreno protegido en el que acompañamos a militares españoles destinados en el cuartel de ISAF. Ella se aleja hacia el otro extremo de la colina. Ya mostró su esperanzador salto a la comba en el cielo de Kabul.