Aislados del mundo, los niños toledanos penetraron en un círculo mágico a veinte metros a la redonda de «El Árbol de los Deseos», ese que han plantado en medio de la mítica plaza de Zocodover y de cuyas ramas cuelgan las ilusiones infantiles, azules, verdes, verdes y azules; las únicas que permanecen incontaminadas aún del virus de la vida. Porque en el huerto del árbol de los deseos sus habitantes tienen largas orejas verdes, pero nadie se ríe de ellos; o visten estrambóticos ropajes, lo que no impide que su lenguaje de cuento suene a brisa marina al oído de los más pequeños. Niños que sueñan, por ejemplo, con «que los malos se vuelvan buenos», mensaje que colgaba de una rama impreso en una cartulina azul con esas faltas de ortografía que son fruto de un abecedario recién estrenado, como la propia vida. «Que los niños no pasen hambre, ni frío…», deseaban otros, aportando savia nueva al árbol de los deseos en flor. «Escribiré con savia…exprimiré una hoja, su verde rumoroso, sobre el papel en blanco y en su leve goteo verás crecer los trazos de una extraña escritura». Ojalá que todos los deseos estuvieran trazados con esa extraña escritura de la que hablan los versos de Pedro Antonio González Moreno, poeta de esta tierra, – tan extraña, que solo pudiera ser entendida con el corazón-, pero que algún día se hicieran realidad ante nuestros ojos. Es tiempo de deseos, tiempo que siempre está por venir y que ha llamado, de pronto, a nuestra puerta. (Foto: Ana Pérez Herrera).
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