Lo divisė, ya sin cabeza, cuando conducía hacia el mar, cinco días solo para un camino tan largo pero vitales para perder de vista a la vieja ciudad. La cabeza del toro yacía en el suelo, en pleno campo, cerca de una gasolinera, junto al resto del cuerpo negro, erguido, majestuoso. Estuve a punto de parar para hacerle una foto, pero fue imposible. ¿Y si me cazaba la Guardia Civil de Tráfico? Desde niña y luego conductora con carnet, siento pánico por esos motoristas con casco blanco que, de repente, ves acercarse por el espejo retrovisor como salidos de la nada para indicarte que te eches al arcén, que pares inmediatamente el vehículo, que vas a ver lo que es bueno. Como aquella vez en que un rostro con casco se puso a mi altura, justo en la ventanilla del coche, y nos miramos a los ojos después de haber pisado yo una línea continua al final de un adelantamiento. Le pagué allí mismo la multa.
El toro sin cabeza se perdió en la distancia y maldije no haber podido inmortalizar esa imagen y publicarla en el periódico junto a un texto sesudo sobre la deriva de España, por ejemplo, tan reincidente entre los comentaristas políticos. A la vuelta del mar el toro me pillaba en el mismo carril. Y frené en seco. Con el iPad y el móvil tomé decenas de fotos del animal guillotinado, aunque una doble alambrada me impidió acercarme más a aquella cabeza de cartón-hierro con cuernos que parecía mirar con tristeza al tronco separado para siempre.
Ya en la ciudad, la rutina y el estrés periodístico relegaron al toro de Osborne al olvido. Qué bella palabra, olvido. Siempre recuerdo el de un libro que leí hace mucho tiempo y que tanto me gustó, «El olvido que seremos», de Víctor Abad Faciolince, donde en el bolsillo de un hombre asesinado aparecen unos versos de Borges: “Ya somos el olvido que seremos./El polvo elemental que nos ignora/y que fue el rojo Adán y que es ahora/todos los hombres y los que seremos…”.
Pues sí, el toro abatido en mitad de La Mancha pasó a ser olvido, y la actualidad política siguió llenando capítulos, elecciones europeas, irrupción de Podemos, el ébola se cobra la vida de misioneros españoles, amenaza del bipartidismo, primer contagio en España del virus letal, sacrificio del perro Excalibur, corrupción, el «desafío secesionista» de Cataluña, más corrupción, la Pantoja entra en la cárcel, llega por fin el otoño, frío, vuelvo a coger la gripe, mis pulmones ladran, la cama me aprisiona, por qué siempre enfermo cuando libro. ¡Corrupción!
Repasando enfebrecida la cantidad de fotos que guardo en el iPad y que debo destruir, aparece ante mí el toro, vuelve a la vida, aunque siga sin cabeza. Rescatado del olvido, reivindica su existencia. Y entonces recuerdo que no, que ya no está mutilado, que su cabeza volvió sobre sus hombros meses después, que fue reparado, y busco las fotos de la curación, y aparecen, el toro remendado, íntegro, feliz. Estuve varias semanas preguntándome cómo habría perdido la cabeza. ¿Un sabotaje? ¿Una acción incívica quizá?, ¿Un rayo? Y cada vez que pasaba por allí a punto estaba de bajar del coche y preguntar a alguien, en la estación de servicio, al tractorista, en el bar de carretera. Debo confesar que alguna vez soñé con aquel toro negro y profundo como las noches de insomnio.
Fue el viento el que arrancó su cabeza una noche de tormenta. Me lo contó, algo mosca, la camarera que cogió el teléfono aquella vez que por fin llamé al bar (tengo en mis notas una frase que dice: El toro sin cabeza está en La Gineta, Albacete, N- 301. PK 235). Las semanas, los meses, habían pasado largos, lentos, replegándose en las esquinas del tiempo. Me había olvidado del toro, ya no era sino olvido. Todos perdemos alguna vez la cabeza.
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