El contexto en el Próximo Oriente sigue siendo muy difícil y complejo, aunque se hayan producido progresos notables, en los últimos tiempos, porque la mayoría de los conflictos que recorren la zona siguen abiertos.
Por ejemplo, el terrorismo global yihadista no ha sido eliminado, todavía, aunque, en algunos lugares, ha sufrido derrotas significativas, de tal forma que el Estado Islámico (EI) y los grupos financiados y sostenidos por la República Islámica de Irán –Hezbollah, Hamas o los hutíes– siguen operativos en la región, como se está poniendo de manifiesto, trágicamente, durante las últimas semanas, en las calles de las ciudades de Israel.
Durante la pasada década, Estados Unidos (EE. UU.) ha reducido significativamente su presencia en el Próximo Oriente, desde que el presidente Barack Obama anunciara el pivote de su país hacia Asia, aunque EE. UU. no se ha marchado, completamente, de aquel territorio, como demuestra su papel benéfico en la reducción de la tensión en esa zona del mundo, gracias a los Acuerdos de Abraham, patrocinados por el presidente Donald J. Trump, que han propiciado una normalización histórica entre el Estado de Israel y un número significativo de países árabes en el Oriente Medio y en África.
Este vacío de poder ha sido aprovechado por otras potencias, globales, como es el caso de Rusia, o regionales, como es el caso de Turquía, de Arabia Saudí o del propio Israel, para incrementar su influencia en el área.
En definitiva, pareciera hacerse bueno el fatalismo del adagio tan repetido en aquella región de que los problemas de las naciones árabes los intentan resolver los países que no son árabes, ya sean EE. UU., Rusia, Turquía, Israel o Irán.
En el caso de Rusia, su vuelta al Próximo Oriente ya no es discutida por ningún actor de la zona, más bien, lo contrario.
La agenda rusa en esa geografía contiene dos asuntos de los llamados de poder blando y otros cuatro, de poder duro.
Los dos primeros son la aspiración rusa de incrementar sus relaciones comerciales con los países de la región y el plan de Rusia de registrar y de distribuir la vacuna rusa Sputnik V para combatir la COVID19 en el Oriente Medio.
Hasta ahora, y a la espera de evaluar el impacto económico de la tensión actual entre EE. UU. y Rusia, ésta, durante el último año, ha incrementado su balanza comercial con los Estados Árabes Unidos (EAU) en un 8%, con Qatar, en un 50%, con Bahréin, en un 38% y Egipto se ha convertido en el socio comercial más importante de Rusia -quien va a construir en El-Dabaa la primera planta de energía nuclear en la zona con tecnología rusa-, en una región, que ha pasado a representar de un 6% al 15% del total del volumen anual del comercio internacional ruso.
Asimismo, 10 países de Oriente Medio ya han registrado la vacuna rusa Suptnik V y se encuentran en su última fase las conversaciones para cerrar los acuerdos correspondientes para localizar en la región su fabricación.
Por otra parte, Siria, Libia, el Golfo Pérsico y las relaciones del Estado de Israel con las autoridades palestinas son las cuatro materias de atención principal para Rusia en el Próximo Oriente en su agenda de poder duro.
En Siria, Rusia quiere contribuir a la conclusión de un acuerdo de paz perdurable.
Para Rusia, dicho entendimiento debe incluir la restauración de las condiciones económicas y sociales que permitan a Siria su capacidad para cicatrizar las heridas de la larga guerra civil sufrida y, así, permitir el retorno de millones de refugiados sirios repartidos por la región y por Europa.
Para ello, Rusia está en contacto con el máximo número posible de países árabes para comprometerlos en el cumplimiento de la Resolución 2585, de 9 de julio de 2021, del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en la que se reafirma “la soberanía, la independencia, la unidad y la integridad territorial de Siria” y se anima a todas las naciones a contribuir a “ampliar las actividades humanitarias en Siria”.
Asimismo, una paz sostenible en Siria depende, fundamentalmente, de un acuerdo político para lo que Rusia está influyendo, a través de su liderazgo, en el proceso de consultas entre las partes interesadas, tanto dentro como fuera de Siria.
En Libia, país que colapsó y se desintegró tras la intervención ofensiva de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en 2011, Rusia está intentado hacer valer su presencia y su influencia para extender los ceses del fuego y el fin de las hostilidades entre las partes enfrentadas, para reconstruir elementos de autoridad estatal que puedan ser reconocidos por los bandos combatientes y para forzar relaciones y, eventualmente, compromisos entre los grupos del norte y del sur del país, en vísperas de las elecciones de Diciembre de 2022.
Sobre los retos de seguridad existentes en la subregión del Golfo Pérsico, Rusia está intermediando, desde que, en agosto de 2021, elaboró un documento, que circuló, a través de la ONU, entre los países interesados, especialmente, entre la República Islámica de Irán, los países árabes y el Estado de Israel, para promover lo que el gobierno ruso denomina una “nueva arquitectura de seguridad” o de “seguridad colectiva” para el Golfo Pérsico, que incluye ideas sobre una posible coordinación en materias de seguridad y, también, de canalización de ayuda humanitaria.
Está por ver si esta iniciativa tendrá opciones de materializarse.
Por último, en la cuestión israelí-palestina, Rusia sigue proponiendo la restauración y el reinicio del proceso de paz entre las partes para llegar a un acuerdo marco de paz a cambio de territorios y la aplicación de la llamada solución de los dos Estados.
Sin embargo, este impulso ruso tiene pocas posibilidades de salir adelante, dado el estado de la relación entre las partes directamente implicadas y el hecho incontrovertible de que los retos que presentan Irán, su programa nuclear y la financiación y el apoyo que presta a los grupos terroristas son una barrera insalvable para incentivar a Israel para llegar a ningún acuerdo.
A pesar de ello, Rusia e Israel, desde la época de Benjamin Netanyahu como primer ministro de Israel, mantienen una relación muy fluida en múltiples materias.
El Próximo Oriente sigue siendo una región recorrida por conflictos bélicos abiertos y por enfrentamientos soterrados desde la zona gris, de la que EE. UU. se ha distanciado, aunque no se ha desenganchado completamente, y a la que Rusia ha vuelto, desde 2011, de forma que su presencia y su influencia no pueden ser obviadas para resolver sus conflictos más importantes.
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