Todos los finales son abiertos. Si son buenos. Cuando leo una novela suelo dejarme las últimas dos páginas para otro día. Preparo el momento como una cena especial y me dejo recorrer por ese escalofrío de lector que planeo como un orgasmo. Trato de concentrarme como los actores antes de una escena porque me gusta dramatizarlo y si es posible llorar. ¡Cómo ansío esa lágrima infantil! Pasar la última página es un placer que el Kindle no igualará. También hay cierto sadismo, me siento dueño de la historia y la tengo un rato a puntito de morir y a los personajes colgando de un precipicio suplicando con la mirada. Pero sorprende que todavía haya finales, que soberanos como somos en el ocio no hayamos también abolido la experiencia del final (el finale, que dicen muy finos, los seriófilos) para prolongar eternamente y a nuestro antojo la vida de los personajes.
No había salido Matthew McConaughey del encuadre y ya estaban los aficionados comentando. Lo de menos parece la trama y la verosimilitud del episodio, era una mera carpintería para situar a MM ante una experiencia terminal. True Detective logró lo más difícil, regalarme algo que ningún programa ha conseguido (con excepción, quizás, de algunos momentos álgidos en el Deluxe): una auténtica impregnación metafísica.
MM lidia con la muerte, lidialozano con la muerte incluso. Viene y regresa. Detective metafisico definitivo. Woody Harrelson vive preocupado de lo terrenal, mundano, familiar, ama, se preocupa del amor en vida. MM no, el dolor le lleva a una congruente pelea por el sentido. Su reino (su jurisdicción de detective) no es de este mundo. No es un nihilista con happy end. Ya amó y se quedó sin objeto. El detective culmina su proceso de conocimiento del mal, de lo oscuro (¡te como tó lo negro! Le está diciendo MM al mundo). Sacerdotiso y mártir, man chamán. La serie apunta a agujeros negros, desagües (así llamaban en algún libro a los espejos), conductos hacia otro plano. Ese vórtice alucinatorio que vio MM. El mal ritual como puerta abierta hacia la oscuridad. Al terminar, el espectador que no se quedó pensando en si el malo tenía las orejas o las mangas verdes, encuentra que la vida es una extraña sinestesia, pero que no lo es todo. Hay otra cosa que nos espera: una línea, un amor, una sensación de energía, un cálido desvanecimiento… Es muy raro que la televisión se preocupe por la trascendencia. No quiero discusiones de escuela de guiones, quiero recordar la experiencia de un amor más allá de la muerte, impulso religioso que prefiero. Qué impresionante regalo de la serie ¿Podré, Señor, amar lo que he amado? ¿Adónde irá este amor? La sustancia espiritual del universo. Una experiencia así no es habitual. Mientras escribo estas líneas observo el paisaje. Árboles, obras, edificios, coches que van y vienen. Toda la vida cabe en esta tarde hermosa, azul. Me esfuerzo intensamente por recordar el final (en el final, en la muerte, está todo) y aprieto algo en mi interior para volver a entrever esa certeza fugacísima: hay algo oscuro que me está esperando. La tarde es circunstancial, transitoria. Mirado así, todo resulta alucinado. Absurdo y bello, prestado. La muerte me regala vida, asombrosa vida que observo estupefacto, y un deber de amor para el futuro.
Debo gratitud a Nic Pizzolatto y a esa pareja de actores excepcionales por este estremecimiento que no quiero olvidar.
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