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Un despido trascendente

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El despido de Beatriz Moreno de la Cova, directora de moda de una revista, ha sido (y no el MeToo) una de las más claras y perfectas importaciones en España de lo que sucede ya en Estados Unidos.
El comunicado de la empresa era contundente:

“Como empresa, tenemos tolerancia cero al racismo y a cualquier comentario que evoque el racismo. Los comentarios publicados son ofensivos e indefendibles. Esta persona ya no trabaja para la compañía (…)”.

El vídeo de Moreno de la Cova consistía en ella grabando a unas modelos en algún tipo de acto y estas palabras sobre planos del rostro de ellas:

“No soy racista, pero es que a todas las chinas las veo iguales, y las negras también y las blancas también”.
Parecía estar sugiriendo, con ánimo jocoso y de un modo espontáneo, improvisado (¿y el derecho al lapsus?) que las modelos se parecen mucho, cosa que acreditaban las mismas imágenes. Son difíciles de distinguir. En su perfección, tienen rostros de alguna forma estándar. La alusión al racismo, previa, la realiza a modo de disculpa para referirse a ello. Quizás entiende que hablar de razas es en sí mismo racista y por ello pide perdón. La raza es un tabú. Por eso parece que ella hace esa introducción, para, aclarando que no es racista, comentar que le cuesta distinguir a los de otra raza, algo que está, por cierto, acreditado por la psicología y que se tiene en cuenta como sesgo en los reconocimientos faciales: nos cuesta más identificar a un chino que a uno de Cáceres. Es más fácil que nos equivoquemos.
Al extenderlo a las blancas (Beatriz Moreno de la Cova parece ser blanca) estaba convirtiendo el comentario en algo realmente gracioso. Veo iguales todos los rostros de las modelos, también los de las blancas.
Beatriz Moreno de la Cova debe de ser una persona con sentido del humor, y el comentario dejaba un regusto de hilaridad: por encima de chinas, negras o blancas, las modelos son, en sí mismas, ¡una raza superior! (¿Acaso somos capaces de distinguir a los marcianos de las películas cuando vienen a la Tierra en condición de criaturas superiores o por lo menos distintas?).
La única manera de entender como racista el cómico comentario sería si asumiéramos que Moreno de la Cova es una directora de moda aria que, convencida de ello, dedica sus stories de instagram (o como se llamen) a despreciar como ajenos e indistinguibles los rasgos de asiáticas, negras y blancas.

Ante este comentario puramente jocoso, y después de las reacciones, el comunicado de la empresa utiliza la palabra racismo y un verbo peliagudo: evocar. “Evocar el racismo”. Evocar es una palabra importante, creo, en lo que está pasando. Ya no es que se pueda acusar a alguien de racismo, de un agravio o discriminación u ofensa por motivo de raza, es que se acusa a la gente de evocar situaciones de racismo. Es decir, hacer recordar situaciones de injusticia, de trauma. No ya provocar el trauma, sino hacer o decir algo que pueda recordarlo. Esto lleva la cuestión a un lugar muy impreciso donde solo hace falta que haya gente con voluntad de ser ofendida para que haya una ofensa. No es necesaria la ofensa, sino alguien “traumatizado” peviamente.
El resultado es que los campos semánticos, las palabras prohibidas se amplían. La sola mención de la raza, aun jocosa y viniendo precedida de una aclaración y disculpa, sirve para despedir a una persona y para que su nombre quede asociado al racismo.
Sorprende lo poco que ha trascendido esto entre el periodismo. Es algo importante, no solo por lo procedente o improcedente del despido, sino porque además afecta al instrumental básico del periodista. Se restringe mucho lo que se puede decir y cómo se puede decir.
No es que el periodista gane menos o viva más precariamente, es que además su trabajo se limita, su margen de expresión se empequeñece. Las palabras pasan a ser nitroglicerina. ¿No debería haber un plus de peligrosidad? (Sugiero, en mi remoto sindicalismo).
Para las empresas, por supuesto, no tiene que ser fácil. Viven de la publicidad, y una campaña incitada por colectivos o grupos organizados puede dañarla de inmediato, de modo que reaccionan. Puede llegar a pensarse que hasta para proteger a sus trabajadores, sus nóminas, deben reaccionar.
Los colectivos sensibilizados que promueven y excitan las quejas pueden ir haciéndose fuertes y generando un mercado de validación, como dispensadores de un sello oficioso. Puede convertirse en un negocio. Desde luego, un “negocio” moral. En el mundo de internet, alguien solamente guapo puede ganar dinero por serlo. Pudiera ser que alguien ”guapo moralmente” encontrara la forma de rentabilizarlo.
La empresa, en su comunicado, manifiesta el “compromiso de promover y celebrar la diversidad y la inclusión en todas sus formas”. Se pone rápidamente del lado de unos valores. Las cosas se irán normalizando si fuera posible asumir que, al tomar estas medidas, se apoyan unos determinados valores (o una forma determinada de entenderlos) pero a la vez se atacan otros como la libre expresión, el humor, y una determinada actitud con el discurso ajeno que permite su matiz, aclaración y su entendimiento justo. Esa forma de tratar el discurso del otro, la generosidad para entenderlo, cierta piedad comprensiva, debería ser un valor en sí mismo defendido por el público, a modo de contrapeso. De esta forma, una decisión así se haría más difícil porque exigiría asumir un conflicto o colisión entre valores socialmente aceptados. Es decir, que tendría que haber en el futuro hipersensibles de la libertad de expresión, grandes susceptibles del discurso libre y organizaciones y asociaciones que lo defendieran como “damnificados preventivos”.
De lo contrario, los códigos de etiqueta para la expresión libre se irán restringiendo más y más, hasta convertirse en una especie de alta costura insoportable donde todos caminemos no como ocas, sino con andares de gato, al estilo de las modelos, bajo la mirada en primera fila de censores adustos con el aspecto inflexible de Karl Lagerfeld.

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