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Laporta

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Ha sido muy comentada la ocurrencia publicitaria de Laporta: colgar su imagen en un edificio cerca del Bernabéu. En Madrit, nada menos.

Tiene una lectura deportiva, culé, pero sobre todo una publicitaria. Ha sido como un anuncio en la tele, lo ha visto mucha gente. Los medios de comunicación compiten (o algo así) con internet por la publicidad y, como si no fuera ya bastante, también con los edificios, que recuperan su función de anuncio. La empresa El Pozo ha colgado otro dicíendole cosas feas al 2020.

Laporta parecía Godzilla. Aparecer en un edificio impresiona, salvo que seas Trump, en cuyo caso te considerarán “tonto” individuos con dificultades para disponer de 25 metros cuadrados. Pero siempre es llamativo. Laporta es un personaje de otra época. Su desfachatez era casi años noventa, como un heredero de los Gil y compañía (“If you say black, black, black is bad, but if …”) y fue un inteligente reciclador. Le quitó el florentinismo a Florentino con Ronaldinho, se hizo más cruyffista que el nuñismo, reinterpretó el puro de Casaus y el baño en el Támesis de Gaspart. Su “al loro, que no estamos tan mal” se hizo patrimonio colectivo. Que presente su candidatura en Madrid es hasta normal. En uno de mis momentos más altos como periodista entrevisté a la actriz y cantante María Lapiedra (“No me subas el IVA, bájame las bragas”). Ella conocía a Jan (cuando la gente se había acostumbrado a decir Joan, surgió un Jan): «Con Laporta me terminé de concienciar. Me explicó que cada vez que yo bostezo Cataluña está perdiendo cuatro millones de euros. Pero a mí me gusta España, yo no soy como él, que cuando le decía que viniera a verme a Madrid se negaba: “No, no, que sólo bajarme a Atocha ya apesta”». María de tonta no tenía un pelo y por algo compuso la canción “Artur Mas, ¿dónde vas?” mucho antes de que lo vieran los politólogos.

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