Confieso que he mirado. Ahora que se va acabando el confinamiento, al menos en su parte dura, y que podremos salir a hacer deportes individuales (qué haremos los gregarios…), confieso que he mirado a mis vecinos con intenciones vigilantes o, como mínimo, curiosas.
No puedo decir que me hayan dado igual. Sería bonito poder decir que sí, pero no.
No he sido vigilante de balcón, tampoco espía de visillo, pero porque me ha faltado grandeza. No he llegado a tanto. Lo mío ha sido peor: he sido espía de mirilla. Me he ido asomando a la mirilla extrañado por el comportamiento interior de mis vecinos. ¿Pero por qué salen y entran? ¿Pero dónde van? Otra vez la puerta dichosa ¡Pero qué confinamiento es éste! Son frases que me he dicho a mí mismo, demasiadas veces en voz alta.
Ni siquiera he tenido la grandeza cívica de preocuparme por lo que pasase en la calle. A mí me ha ocupado y hasta me ha torturado lo que hacían en las zonas comunes de la finca. ¡En lo común! Que diría Pablo Inglesias.
Porque lo común, bien lo sé yo, lo han arrasado. Les ha faltado sacarse una mesita y hacer un campeonato de dominó en el rellano.
La invasión de lo común me ha mortificado, pero sobre todo por los ruiditos que hacían. Mi salud mental ha estado en juego ahí. Ahí he visto yo que se me iba la chilondra el día que creí ser descubierto y cerré rápidamente el ojo.
Durante este tiempo, he mirado críticamente a los delatores de balcón, sabiendo, hipócrita de mí, que yo no era mejor, que yo estaba haciendo otro tipo de vigilancia.
He sido mirón de patio sin patio, censor de mirilla. He sido la del Tercero, esa que todo lo casca. Como no tenía un agujero por donde mirarles he recorrido al único que tenía, y he puesto la pupila cuando les oía romper el confinamiento en su sentido más estricto, el de su puerta. Mitad voyeur, mitad chismoso; Gran Hermano estirando al máximo el rabillo del ojo (como el árbitro Andújar) me he preguntado, y me pregunto todavía, ¿dónde coño han estado yendo todo este tiempo?
Para cuando estalló el escándalo merlos, yo ya estaba harto de criticar.
Mi piso cae entre una pareja con vida sexual y una pareja con intensa vida dialéctica y yo quedo como Suiza, en medio, en un limbo inodoro (o eso quiero pensar), incoloro y sobre todo silencioso, y ahí me he cargado de razón y de altura moral. Mi silencio me ha convertido en alguien virtuoso, inflexible, en una especie de cuáquero doméstico y ha sido a partir de ahí que he salido a la mirilla como conciencia crítica de Esta Nuestra Comunidad, mirando a escondidas como haría Loles León en “La Que se Avecina”.
Por ahí he visto sombras, siluetas, señoras en bata, entradas y salidas injustificadas e injustificables, entregas a domicilio, paquetes erróneos, visitas quizás merlísticas y todo eso ha ido completando esta extraña experiencia del encierro, llenándola de formas psicodélicas y desproporcionadas, cabezonas, narigudas, como en un callejón del gato.
Eso ha sido el mundo para mí.
Ruidos casi acúfenos y una lente deformante, ¡qué patio onírico y lleno de chismografía no dicha! ¡Cuánto guardo dentro de mí!
No hubo balcón, porque no tengo balcón y porque tampoco iba yo a dar la cara. He sido de la clase más ínfima: ni balcón ni visillo. Mirilla.