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Funeral de Estado

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Se celebró el funeral de Estado aconfesional, es decir, según los ritos de la propia religión estatal. En este sentido, fue una ceremonia histórica y reveladora.
Oficiante: Ana Blanco, la voz de Estado que han compartido PP y PSOE. Emblema de eternidad.
Disposición: en el patio de armas del Palacio Real alrededor de un fuego, círculos concéntricos de sillas con, como dice un amigo, todo Pichichi estatal y extraestatal.
Al fondo, todas las banderas autonómicas, confundidas.
Sin duda por casualidad, el plano televisivo mostraba, confundidas, isomorfas, la española, la vasca y la catalana.
Habló un representante de las víctimas. El hermano del periodista Calleja, fallecido. Después, una representante del personal sanitario (“cuidador”). Se supo que era de Barcelona porque dijo “brutal”. En un momento dado citó a Vetusta Morla. Esto no es casual, Vetusta Morla es el grupo autor del himno del patriotismo sanitario. El autor colectivo de la letra es un conjunto de autores entre los que se encuentra el poeta Benjamín Prado que, casualmente, comentaba la ceremonia en La Sexta. Volveremos a él.
Las víctimas oficiales de la socialdemocracia representan la única versión humana posible: en su queja y en su hondo sentimiento herido, irreprochablemente civil, hay una nueva mansedumbre que los siglos nunca conocieron.
Pese a la aconfesionalidad, el lamento de las dos personas dejó un arañazo metafísico. “La memoria como obligación”. Pues no somos alma, sino memoria.
“Cuidar del que cuida”. La portavoz hizo una pregunta, lanzó quizás la única interrogación, el único dilema vibrante de la mañana: ¿Quién cuidará del que cuida? Se acercó, por este vericueto, al sinsentido humano: ¿quién cuidará al que cuida del que cuida? ¿Y a ese?

Dos dimensiones metafisicas dejó el acto: la memoria y el cuidado, ambas, curiosamente, las ofrece el Estado. Por abajo: el cuidar; por arriba: la memoria.

El poeta Benjamín Prado, Pemán del patriotismo sanitario, afiló el concepto: “El hombre se distingue de otros bichos, porque es capaz de cuidar”. El hombre, ser que cuida. Y cuida “lo público” a través del presupuesto y mediante impuestos.
¿Cómo va a privatizarse esto?

Ante la muerte, el ser humano mantiene una zozobra bípeda: quiere ser memoria y exige, agitado, cuidado. Esa sed solo la puede calmar el Estado, a través de “lo público” y de la “memoria oficial”.

Ferreras, con enrevesamiento teológico, trataba de ser más humano, menos raro: “cuidarlos a ellos es querernos a nosotros”.

Las dos lecciones humanas, humanoides, que dejaba la mañana: somos memoria, y somos cuidado, incumbían al Estado directamente.

Entre nosotros y la Nada, la voz de Ana Blanco, el lenguaje de Más Madrid, el verso estremecido recitado por José Sacristán, ¡pero ya no el de “Vente a Alemania, Pepe”!

Los intervinientes, en parejas, se fueron acercando a la pira, al fuego central. Simbología racional-republicana, sospechosísima. Los círculos bien podían ser los círculos del Averno, el fuego bien podía ser el elemento Mundo, o la luz de la razón. Si en ese fuego central se hubiera sacrificado una virgen o, por no caer en el machismo, a Errejón, pongamos por caso, quizás se hubiesen abierto allí mismo los cielos madrileños y el mismísimo Satán se hubiera manifestado.

A ese fuego, seguramente no contaminante, desde los distintos círculos acudieron a dejar una rosa blanca los asistentes. Ya era un detalle que la rosa no fuera roja PSOE.

Sonó, entre otras, la música de la Lista de Schindler. La Covid es Hitler. El coronavirus no es un parásito más, sino la representación de la maldad. Lo nefando, lo odioso es el virus, no la acción negligente o criminal de gobierno alguno.
El número de víctimas era 27.136. La azarosa exactitud recordaba a un número de la lotería.

La música, el gesto, las palabras de poso y techo estatal, todo parecía el sedimento de cuarenta años de cultura prisaica, de achatamiento socialista del mundo. En ese plano temporal, la idea de lo monárquico ya era extraña. El Rey personificaba una relación con el tiempo demasiado distinta, chirriante.

El dolor del alma socialdemócrata española en su mirar a la cara al horror de la vida arrojó dos mandamientos: memoria y cuidado.¡Más Estado!

Ofició la misa Ana Blanco, como un telediario. No somos más que un telediario. Entre esto y aquello, que será la Nada, un telediario, la voz oficial. Ella, dadora del parte y quizás la mayor representación de la eternidad del régimen.
En el plató de la tele, ¡Ferreras y el Padre Ángel!
Junto a los dos mandatos de tipo espiritual, apelaciones constantes a la unidad. Más unidad. Toda la unidad. Unidad de uno.

En los planos televisivos, la representación concéntrica y las mascarillas recordaban a la solemnidad truculenta pero sexy de Eyes Wide Shut. El Maligno otra cosa no, pero sexy…

“Hay que cuidar a los que nos cuidan”, susurraba una voz. “Mucho”.

“Que los geriátricos no sean un corredor de la muerte”, hipnotizaba otra.

Al acabar el acto, un plano recogía a los asistentes caminando hacia un interior. ¿De qué? Era como el plano del inicio de “centauros del Desierto”, pero al revés. No había la promesa de la búsqueda, ni esperanza alguna. Cuerpos iban de la luz a una oscuridad. Una sensación de opresión casi física.

Entre esto y el Islam, el Islam.

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