Estuve el viernes en la copa navideña del Real Madrid. Como siento una terrible fascinación por el gañote, una fascinación que solo supera la fascinación por la cesta de navidad, pero a la vez un enorme miedo por el gañote y muchos escrúpulos antigañotísticos porque sé que es algo a lo que no podría resistirme, decidí acudir sólo en el momento en que supe que el club no iba a dar una comida. El concepto “copa” yo lo entendí escuetamente, secamente. Ah, nos darán una copita y, a lo mejor, quién sabe (no me atrevía a decir ojalá) un canapé. Eso yo me lo decía y me lo negaba, me lo afirmaba y me lo negaba, como una duda abierta, sístole y diástole éticas. No nos darán de comer y por eso voy. Pero a la vez: ojalá nos saquen algo de comer.
Estos pensamientos empezaron a hacerse más fuertes a medida que se acercaba la una de la tarde. Como diría un catalán: “qui té fam, somia truites”.
La dinámica del acto fue sencilla: entrada, formación de corrillos, palabras del presidente, dinámica de corrillos y disolución. Pero eso importa poco.
Diré, eso sí, que me fijé en los gestos de Florentino cuando conversaba con los periodistas. Florentino se caracteriza por una gesticulación clara. Extiende las manos con las palmas estiradas y paralelas, como si fuera a bailar el robot y entonces acciona los brazos arriba y abajo, como marcando un camino. Florentino, que no en vano se dedica a la infraestructura, gesticulaba todo el rato de una única manera, señalando el camino, haciendo el camino gestual una y otra vez. “Camino, camino, camino”. Su estilo, en realidad, es la autopista gerencial. Al Madrid le ha asfaltado un siglo. Con todo lo que eso tiene de bueno. Y de malo.
Volviendo a mi debate interno.
Al principio salieron las bebidas y eso no me preocupó. Moralmente, tomarme un vino a la salud del Madrid no me parecía malo.
Ah, pero luego empezaron a circular bandejitas con cosas. Muy tímidamente. Unas bandejitas para eso que se dice: abrir boca. Un aperitivito. El pincho de tortilla y las croquetas, fundamentalmente.
Todo la lucha que yo me traía se evaporó ante la visión de la primera bandeja. No es que comiera, es que fui el primero en lanzarme a por el pincho de tortilla de un modo directo, con una verticalidad que en el Bernabéu sólo se le ha visto a Cristiano.
Fue francamente decepcionante para mí descubrir lo poquito que me resistí. La inelegancia con la que me tiré a por el pincho de tortilla como si se tratara de arrancar Excalibur de su roca.
La capacidad de la croqueta y del pincho de tortilla para derrumbar un edificio ético es asombrosa. Son perfecciones gastronómicas a las que no puede resistirse nadie. Una croqueta es como tocar una teta, es algo reflejo, inevitable.
Si caigo así ante una croqueta, ¡qué no haré ante el marisco! Por eso yo no hago mucha sangre de los sindicalistas.
Es que el Madrid no dio de comer sentado, pero dio de comer de pie. Lo malo que tiene que te den de comer de pie es que encima te puedes ir moviendo y se come más activamente. Sentado es todo más pasivo y come uno lo que le ponen en el plato (¡lo que emplatan!). Pero comer de pie le da a todo un dinamismo desenfrenado y un libre albedrío. Se va y se viene. Yo ni siquiera me hice el interesante. Cuando consideré que el número de pinchitos de tortilla ingeridos comenzaba a ser escandaloso decidí acometer el catering (Catering Deneuve, por fastuoso) de una forma sectorial. Comía con el rumor de fondo de las conversaciones y de vez en cuando asentía, como si la propia conversación no fuera más que un aderezo, una salsita.
La debilidad del comportamiento humano ante el catering, mi lamentable entrega al pincho de tortilla, me generan ahora cierta melancolía y algo de resquemor. Pero no me voy a venir abajo. En una pirueta más de narcisismo ético, este homenaje a costa del Madrid no me servirá para tratar con agradecimiento al club, ¡ni pensarlo! Le voy a dar cera hasta a Diego López. Todo sea para levantar de nuevo un reparo ético y una ilusión de intransigente independencia que oponer morbosa y gozosamente a la próxima bandeja de pinchitos.
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