Estos días se habla mucho de periodismo y bastante de libertad expresión. Como siempre, un poco pomposamente. No es lo mismo el despido de un tertuliano o la composición de una tertulia, algo que pocas veces sigue criterios no espurios, que la persecución de periodistas por un fiscal.
La tecnología no ha incrementado la libertad de expresión. Al contrario. Hay una nueva susceptibilidad que persigue la sátira, incluso las formas desviadas y poco felices del humor. Internet multiplica lo que se dice y los errores, y despierta un ánimo censor. Se ha visto en España, lo hace, a otro nivel, Erdogan con una periodista danesa, e incluso ha sucumbido a ello Alemania por la presión “del turco”. Internet despierta el lado coreano o cubanote que todos tenemos.
Hito fue, y no pequeño, la prisión incomunicada de los guiñolistas, aunque eso es harina de otro costal.
Pero el periodismo, para mí, que lo veo con fascinación, con admiración y algo de extrañeza, parece afrontar otros riesgos y circunstancias apasionantes (y desasosegantes, claro). Se habla de ERES, de despidos, de reorganizaciones de la redacción… El periodista aparece como un ser autónomo pegado a un portátil, como un nuevo cíborg. Un ser con un apéndice tecnológico, que vive además de forma constante en la Actualidad. 24 horas. Un flujo agotador, inacabable, que exige constantes actualizaciones. No es sólo el vivir con el portátil, o la tablet, es trabajar dentro de la superconciencia de internet.
Igual que el bróker trabaja en lo financiero, el periodista es un operador de la comunicación, mitad información, mitad entretenimiento, un nodo más de una red infinita (un nodo un poco melancólico).
Aunque tanto como al bróker se parece, por su precariedad creciente, al teleoperador, al del teletrabajo, al que nos llama con todos nuestros datos en la pantalla.
Se vive la tensión entre el periodista como testigo, como privilegiado presencial, y el “ser de lejanias” que trata flujos.
Si el bróker crea valor en las transacciones, el periodista ha de hacerlo en el flujo de información y comunicación. ¡Minero de la red, picapedrero de la fibra óptica!
No es el único, pero, por estas características, el nuevo periodista es algo así como proletariado de vanguardia, como el equivalente al obrero de la primera revolución industrial. Vive en sí todas las transformaciones de un modo pionero.
Estos días leí que La Nación, el diario argentino, lanzaba un servicio de periodismo “on demand”. Es un ejemplo. Del fordismo al toyotismo, mientras se inicia una revolución mayor.
Recuerdo haber visto ayuntamientos en los que convivía la máquina de escribir, el manguito, el ordenador y lo cibernético. Los cartapacios y la nube. En el periodismo se vive un poco eso, muchas transiciones de un sola vez.
De la cadena de montaje: redactor-jefe sección-dirección-rotativa, fordista, industrial, se pasa a otro esquema, menos direccional, pero continuo, cambiante y adaptable al consumidor.
Lo leía ayer en las declaraciones de Mercedes Milá que reproducía Sánchez-Mellado en su columna: “Verás cuando sepáis el tiempo que pasa el lector con vosotros y lo rápido que cambian…”.
En la tele cambian la mueca en respuesta a la gráfica de la audiencia. Veracidad y viralidad, que es el grial. Meterse dentro de esas corrientes que son como fenómenos naturales en la red: tormentas, borrascas, que empiezan, recorren medio planeta y mueren de repente.
¿Y la independencia? La misma palabra parece antigua, arcaica. Suena casi como ser casto, o virtuoso, dadivoso… Palabras del ayer.
La medición televisiva ha llegado. Una relación audiovisual con el lector. Pero de un modo aún más radical. Pocos negocios pueden conocer a su cliente como el periodista. Hábitos horarios, formas de acceso, tiempo de navegación, prioridades, intereses, no hace falta encuesta, se sabe todo, se conoce demasiado. El lector pierde ese último halo de misterio, de romanticismo, que llevaba al periodista a abrir sus cartas como las de una novia. El periodismo entra de lleno en las técnicas de medición, en lo cuantitativo, y supongo que deberá revalorizar lo otro, lo cualitativo.
Rehabilitarlo de alguna forma. Pero hemos llamado “basura” a todo lo actual. Lo rápido, lo barato, lo telerreal… Y ahora toca descubrirle las flores al erial.
Para crear valor tendrá primero que revelarlo. La evaluación económica de eso quizás sea una revolución o forme parte de otra Nueva Economía, no lo sé (¿pero no es apasionante?).
Por otra parte, la sustitución del periódico no es sólo un cambio en el medio, se rompe la unidad espacio-tiempo en cita con el lector, pero además la jerarquía, el tacto, y sobre todo el objeto. El periodismo pierde su autonomía como objeto y pasa al océano de internet. Un cosmos. Un caos. Eso, una trama cósmica de contenidos. Me recuerda a esos colonos que llegaban de sus lugares de siglos a la inmensidad de América. A establecerse. Lo primero era la propiedad, lo segundo sacarle rendimiento.
El periodista trabaja en esa trama cósmica casi con el requisito de la precariedad, de la continuidad, de la perpetua reacción (estímulo-reacción fosilizado, cronificado, ¡tortura! ¡Casillizado! ¡Reumatismo progresivo en la respuesta!), con el huso horario dislocado, incluso se le va poniendo ese acento, entre robótico y sudamericano, de teleoperador.
Teleoperador es, de alguna manera. Gladis María de un flujo distinto.
Aún se vive un romanticismo de la máquina de escribir, incluso de la pluma. Pero ha de surgir una poética del portátil, del procesador. Fuck Truman Capote (¡Fuck Nuevo Periodismo!). El periodista es un mendigo de segundos y casi recurrirá a las formas de la poesía visual en la organización del texto, al golpe publicitario, a formas hibridadas de texto e imagen.
Pero también al riesgo del tuit, sentencia imbécil, o la imitación del youtuber. La última polémica sobre Rubius me hizo gracia porque el periodismo lo juzgaba un poco dignamente callándose, callándole al lector (que bien lo sabía) que el escritor se hace semi Rubius, que imita de manera creciente a los Rubius de Youtube.
El periodista debería también reividicar, en el contenido del derecho a la información, la exigencia de lo físico, del cuerpo. La huida del plasma del político, la bunquerización de los deportistas… Si lo pensamos, todo, todos tenemos ya estrategia de comunicación. El periodista se convierte en un desencriptador, en alguien que ha de desmontarlas. Es como un hackeo de códigos comunicacionales. Un estructuralismo forzoso. Es apasionante y va más allá de la Verdad.
Bueno, así veo yo ahora mismo al periodista: cíborg, obrero nodo, nerdiorista con algo de vanguardia. Sin otra salida que el optimismo (o volver a la frutería familiar). Luditas, desde luego, no pueden ser, porque no es que usen esa tecnología, es que son parte de ella.
(Es algo contradictorio escribir un texto tratando de explicarse lo actual y hacerlo tan largo. Es querer comprender mientras no se entiende nada. Llamar al lector (mi semejante, ¡mienmano!) y expulsar al lector. Internet, cosas como un blog, pueden ser tecnologías muy solipsistas, y acabar en grandes soledades. Esos páramos textuales de la red en los que casi se oye el silbidito del viento…).
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