Hace poco más de dos años, el Parlamento Europeo condenó por mayoría aplastante a dos “regímenes que cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones, y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad a una escala hasta entonces nunca vista en la historia de la humanidad”. Ponía así en pie de igualdad al nazismo y al comunismo, sistemas causantes de veinticinco y cien millones de muertes, respectivamente.
No es que los nazis fueran más débiles aplicando el terror; simplemente tuvieron sólo seis años para las atrocidades. Los comunistas han dispuesto de un siglo.
Asombra que, a estas alturas haya quienes se confiesen adeptos a aquellas ideologías causantes de tantos desastres. Una, la nazi, está naturalmente perseguida, y sus devotos tienen cierto pudor a exhibirse; la comunista, no. Incluso sus feligreses se autocalifican de demócratas, condición que niegan a quienes piensan de otra manera.
Esta misma semana lo hacía en una de tantas tertulias-debate con las que algunos medios ilustran al personal y otros lo distraen de lo que realmente está sucediendo. El ponente era el profeta del movimiento podemita que tras unos meses de pisar mullidas alfombras abandonó las responsabilidades que le confío Mi Persona y se lanzó a hacer el ridículo en las elecciones regionales de Madrid.
Iglesias, que así se llama, presume de demócrata, lo que no merecería sino aplausos, si no fuera por lo que dice. Y en persona del nivel intelectual que se le supone, si dice lo que dice es porque lo piensa. Por ejemplo, cuando habla de las credenciales democráticas que da a los comunistas la lucha contra la dictadura franquista. O las que le faltan a los populares por descender de un partido fundado por siete ministros de Franco.
¿Acaso sus camaradas pretendían una democracia representativa y no otro tipo de dictadura, la llamada del proletariado? Por cierto que en éstas, lamentablemente, los proletarios siguen siéndolo hasta el final, como ocurrió en la Rusia soviética, y sigue pasando en la Cuba castrista o en la Venezuela bolivariana, por ejemplo. Hoz y martillo, instrumentos de progreso.
El comunismo ha disfrutado durante el siglo anterior del paraguas protector de una parte de la intelectualidad europea que en el caso francés, quizá el determinante, hunde sus raíces en la resistencia a la ocupación nazi y alimentó la aversión del gaullismo al mundo anglosajón durante la guerra fría.
Gracias a aquel trampantojo hoy parece que aquello de Stalin, Mao, el Che Guevara y hoy el estrafalario Kim Jong-un son sistemas políticos tan respetables como nuestra democracia representativa. Lo del partido único, fundamento de todos ellos, se pasa por encima como si fuera una simple peculiaridad sin mayor trascendencia.
Lo que estos días está pasando en Cádiz, cuna del constitucionalismo liberal español, es fiel reflejo de adónde puede llegar una institución, municipal el este caso, bajo los dictados de un comunista. Es González Sántos, el Kichi, quien lejos de propiciar soluciones incendia cuanto se le pone por delante, hasta el callejero de la ciudad en el que dedica una avenida al Proletariado del Metal. Eso sí, con la bendición del PSOE andaluz.
Aquí aún estamos en España, no hemos llegado a Cuba. “To’ Cádiz, la Catedral, la Villa y el Mentidero…”
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