Por mucho que se haya diluido la herencia española en las Filipinas, debido a causas en las que no queremos ni podemos entrar, hay cosas que perduran y que es difícil que se pierdan: entre ellas la devoción de muchos filipinos por la Virgen del Rosario, que se manifiesta todos los años en los actos y solemne procesión todavía conocida por “La Naval de Manila” y que congrega a miles de fieles, en celebración de una quíntuple victoria naval tan sorprendente como decisiva.
Tal devoción, llevada al archipiélago por marinos españoles a raíz de su patronazgo en la decisiva batalla de Lepanto, se asentó allí cuando, según la tradición, un gobernador español de Filipinas, D. Luis Pérez Dasmariñas, encargó a un artesano chino allí residente, una imagen de la Virgen, que resultó con rasgos delicadamente orientales y fue objeto pronto del fervor popular.
Y este fervor y devoción no hizo sino incrementarse con los sucesos que nos proponemos narrar sucintamente.
Una situación desesperada
Hacia 1646, la presencia española en Filipinas parecía estar cercana a un amargo final por multitud de factores. De un lado la crisis de la monarquía hispana tras la derrota naval de Las Dunas en 1639 y la terrestre de Rocroi en 1643, agravadas por las separaciones de Portugal y Cataluña, en una guerra tan larga y dura contra tantos y tan variados enemigos, como fue la de los 30 Años, unida a la crisis interior española, económica, demográfica y política.
Aprovechando la situación, la “Compañía de las Indias Orientales”, conocida por sus siglas V.O.C. en neerlandés, estaban poniendo fin al antaño tan extendido como frágil imperio portugués en el Índico y Extremo Oriente, y llegando ahora la vez a Filipinas, aquejada de serios problemas, tanto de orden interno como externo.
Y los recursos eran aún más escasos por la desesperada situación en la propia España, y en la Nueva España: hacía en 1645 dos años que no llegaba el “situado”, las pagas de militares y funcionarios para la pequeña colonia española, el comercio estaba casi colapsado por los corsarios holandeses y de los “moros” del sur del archipiélago, y faltaba de todo, desde pertrechos navales y militares hasta comida.
Para que todas las desgracias se dieran cita, no faltaron las naturales, con una serie de erupciones volcánicas y el terremoto de Manila de 30-XI-1645 y su réplica de 5-XII, que causaron casi mil víctimas y la ruina de buena parte de la ciudad, capital administrativa y militar de todo el archipiélago.
Pero y pese a todo ello, el gobernador, entonces D. Diego Fajardo no desesperó, y envió hacia Nueva España dos naos armadas o galeones en busca de ayuda, los “Nuestra Señora de la Encarnación” y “Nuestra Señora del Rosario”, únicas grandes buques disponibles y la última baza en que se arriesgaba todo.
Tras una reunión de los altos consejeros de la V.O.C. en Batavia (hoy Yakarta), prepararon el ataque que pondría fin a la presencia española en Filipinas y, por lógica derivación, en el Pacífico. La flota de invasión, puesta al mando de Marteen Gerritsz Vries, un veterano navegante y explorador, que había llegado a Japón y descubierto el mar de Ojostk Para el ataque, se dividieron en tres fuerzas con objetivos preliminares muy diferentes, una vez alcanzados, lo que suponían debilitaría decisivamente la resistencia y la moral españolas, las tres fuerzas se reunirían tras dejar pasar la temporada de los monzones, para dar el golpe final y decisivo en Manila.
Mientras los “Encarnación” y “Rosario” volvieron a Filipinas en julio de 1645, con los refuerzos y recursos tan desesperadamente necesarios, al mando del capitán vizcaíno D. Lorenzo de Orella y Ugalde (llamado por algún autor Lorenzo Ugalde de Orellana). Ya en Manila se les reparó y artilló de la mejor manera posible, cada uno con 300 hombres entre españoles y filipinos, y 34 y 30 cañones respectivamente, al mando conjunto de Orella que izó su insignia en el primero meitnras el segundo iba al mando del andaluz D. Santiago López.
Todos eran muy conscientes de la importancia de su misión, por lo que se encomendaron a la Virgen del Rosario, y tutelados por sus capellanes, se comprometieron a una fiel observancia religiosa mientras durara la lucha. Recordemos que eran dos barcos contra 18.
El 15 de marzo de 1646 toparon con la primera escuadra holandesa, de cuatro galeones y una embarcación ligera, a la que vencieron tras un combate al cañón de 5 horas, hasta que el enemigo se dió por vencido y se retiró, con graves daños en sus buques. La persecución española llegó hasta el extremo norte de Luzón, el cabo Bojeador, pero los holandeses habían desaparecido. La alegría entre los españoles es de imaginar, pues además no tuvieron ningún muerto y solo un puñado de heridos.
Tras reponerse en Manila, salieron hacia el estrecho de San Bernardino, a escoltar el “San Luis”, la nao que llegaba desde Acapulco.
La segunda escuadra holandesa se dirigió primero hacia Zamboanga, en la rebelde Mindanao, donde su desembarco fue rechazado por 30 españoles y dos compañías de filipinos, que les causaron más de cien bajas. Abandonaron pues la empresa y se dirigieron a San Bernardino, buscando al “San Luis” y su rica e importante carga. El gran buque había naufragado en la costa, aunque salvándose la tripulación y buena parte de la carga, con lo que los holandeses, 7 grandes buques y 16 lanchones de desembarco se dirigieron a la isla de Ticao, donde estaban fondeados los dos galeones españoles. Tras 31 días de bloqueo y de escaramuzas, los holandeses abandonaron su intento y pusieron rumbo a Manila.
Pero Orella los siguió con sus dos buques y los atacó el 29 de julio, consiguiendo derrotarlos, hundiendo el brulote o buque incendiario que le lanzaron, al coste mínimo de 5 muertos y un puñado de heridos. Nuevo combate el 31 de julio, que supuso la pérdida de otro brulote holandés, la deserción de otro buque y la retirada final del desalentado resto. Los vencedores volvieron a Manila para reponerse, y Fajardo, creyendo conjurada la amenaza, ordenó zarpar al “San Diego”, un buque recién terminado, hacia Acapulco, al mando de D. Cristóbal Márquez de Valenzuela.
Pero el barco fue atacado cerca de la isla Fortuna, en Batangas, por tres galeones holandeses de la tercera agrupación (de los otros 3 nada se sabe) y el buque se defendió como pudo hasta ser auxiliado por los “Encarnación” y “Rosario” ahora al mando de D. Sebastián López, por enfermedad de Orella, reforzados por una galera y cuatro pequeños bergantines.
El combate tuvo lugar el 16 de septiembre, cerca de cabo Calavite, y de nuevo se alcanzó la victoria, aunque no fue definitiva, pero si la del 5 de octubre siguiente, que fue la definitiva, al coste de solo 4 muertos y una decena de heridos.
Aquello supuso el triunfo final y la alegría se desbordó en Manila. El 20 de enero siguiente se organizó una solemne fiesta y procesión, decidiéndose repetirla en lo sucesivo, oficialmente desde el 9-IV-1652. Hoy tiene lugar cada segundo domingo de octubre, en agradecimiento a la Virgen del Rosario, patrona y abogada de los marinos españoles y filipinos que tan brava como tenaz y magistralmente habían luchado en aquella comprometidísima campaña, de marzo a octubre de 1646, en que dos galeones habían vencido sucesivamente en cinco combates a toda una escuadra, al coste verdaderamente sorprendente, de sólo quince muertos en sus dotaciones.
El epílogo
Al año siguiente los holandeses hicieron un último esfuerzo por apoderarse de las Filipinas, y con un plan completamente contrario al anterior, enviaron una escuadra de 12 buques directamente contra Cavite. El 13 de junio de 1647 se dio la batalla, los españoles se atrincheraron en la base naval y castillo de San Felipe, mientras que el “San Diego” defendía el puerto. Tras un mutuo bombardeo de once horas, la superioridad de las piezas en tierra sobre los buques de madera se mostró una vez más, y los derrotados holandeses, con su almirante, Martin Gertzen, herido de muerte y su insignia tan maltratado que tuvieron que zabordar el buque, se retiraron completamente vencidos, sufriendo los defensores sólo cuatro muertos españoles y quince filipinos, tras dos mil cañonazos holandeses contra las fortalezas y otros doscientos contra el galeón. Así, y tras algunas escaramuzas y desembarcos en otros puntos, los holandeses debieron dar la vuelta. Con ello se demostró que seguir un plan opuesto al anterior, no implica necesariamente que el nuevo sea bueno.
Y ya no hubo nuevas oportunidades para ellos, pues la paz de Münster se firmó en 1648, al año siguiente. De forma casi increíble, las Filipinas se habían salvado para España por otros 250 años.
Porque, además y aparte del brillante éxito táctico, la de “La Naval de Manila” fue una campaña decisiva en la Historia. Imagínese el lector que Filipinas, y con ella los demás establecimientos españoles en el área, hubieran caído en poder de Holanda en 1646: Las consecuencias para la Historia mundial no hubieran sido precisamente pequeñas.
Sin embargo, en España ha sido una campaña casi enteramente olvidada, y sólo se recuerda en Filipinas por el fervor religioso hacia Nuestra Señora del Rosario.
Otros temas Agustín Ramón Rodríguez Gonzálezel