Cuando leí con detalle la peripecias de Sir Richard Francis Burton quedé encantado. Era la aventura en si misma. En su vida, la del capitán Burton, la curiosidad por el conocimiento ocupó un papel determinante y fascinante. Viajes por medio mundo, idas y venidas, victorias y derrotas, soledades, accidentes y soluciones… El de Torquay no quiso vivir a cualquier precio y fue testigo de un marco incomparable, el de un cambiante y apasionante siglo XIX repleto de contrastes. Pero no sólo fueron las altas montañas, las insondables selvas y los desiertos polvorientos, los testigos de sus relatos. Posiblemente el más incisivo e importante camino que transitó, fue el que realizó con su introspección y su horizonets de aventuras. La resistencia de su propio cuerpo, sus dudas, ambiciones, y deseos. Hombre dotado de una gran capacidad y talento, llegó a ingeniárselas para poder hablar perfectamente 29 idiomas. Su ansia de saber incluso le llevó a domesticar a una serie de monos, cuando aún a Darwin no había proclamado su famosa teoría de las especies, con el único objetivo, el de intentar conocer su lenguaje. Erudito y de vasta cultura se encontraba cómodo, con la silueta de antropólogo, llegó a ser cofundador de la sociedad antropóloga de Londres y mil vericuetos más del saber en una apasionante época de experimentación y retos…
Pero tuvo otras muchas siluetas interesantísimas. De frustrado scholar oxoniano, abandonó Oxford de manera muy sonada y airada, blasfemando contra las reglas y disciplinas de los college universitarios. Su mal temperamento era conocido por los lares, constituyendo una de las mútiples paradojas que albergaría en vida. Sabio y pendenciero. Idealista y cartesiano. No pocas fueron las peleas y forcejeos que tuvo en vida con rufianes y calaña de todo tipo, alternándolo con los libros y los estudios. De capa y espada. Un tipo para escribir toda una novela. Reconocido esgrimista por aquel entonces, incluso llegó a publicar un pequeño manual muy reconocido en su época. Tras sus pinitos románticos con el manual del duelista, tocaba alistarse como soldado, aquellos de casaca roja y salacot níveo, para marchar lejos, llegando uniformado a la India Imperial, “para ser tiroteado por seis peniques al día». En su biografía de película llego a ser cónsul, explorador, filósofo, traductor y reconocido orientalista. También retuvo versos en la manga y ante el horizonte de la vida, escribió poemas que decantaban lo que su retina guardaba en forma de personas, pasados, viajes y recuerdos. Es curioso, pasó a la historia ya en el ocaso de su vida, curiosamente, se hizo famoso, por sus exploraciones y descubrimientos para Occidente de los lagos centrales de Africa. El siglo XIX de continuos y constantes cambios, repletos de esos matices tan enriquecedores daban pie a disfrutar de tipos como este en una buena lectura de verano, la edición de 2009 de Edward Rice puede ser una elección para la aventura y la canícula. Del antiguo regimén a la edad contemporánea y con un imperio Inglés como testigo. Un siglo victoriano en auge, sin ambages. Pues bien. Si el siglo XIX, esa “bisagra” histórica, fue el pasillo de la edad contemporánea en la que nos encontramos, el XVI, fue el salón, y con mayúsculas, a la era moderna, la de los descubrimientos y fue un siglo hispano. La aventura en esta ocasión navegaba junto a las velas de esta piel de toro y con Españoles apasionantes, muchos de ellos muy desconocidos, pero no menos interesantes, que no tenían nada que envidiar a las historias del XIX romántico. He aquí donde nos encontramos con la huella del zapato del extremeño, de Zafra, Silva y Figueroa. La de Silva y Figueroa no le queda corta a la vida de Burton. Sin embargo es mucho menos conocida, salvo afortunadamente para sus magníficos estudiosos, entre otros los de Joaquín María Córdoba y Fernando Marías Franco, que nos acercan magistralmente a la figura del sabio embajador hispano en el lejano Oriente, con justicia y rigor. Son tiempos de reescribir la historia y contar las magistrales biografías de estos grandes olvidados.
En torno a esos lejanos 1550, nos encontramos con una serie de personajes relevantes para la historia mundial que nacían en Santoña, Toledo, Murcia, Sevilla o cualquier punto de aquel reino, que Carlos V o Felipe II tenían que domeñar con las riendas de su imperio. Y así, nos encontramos con tipos que ya dibujaban el mundo y cuyos mapas servirían, dos y tres siglos después, para que Cook pudiese adentrase en las aguas turquesas que van más allá de las Islas Salomón o para que ínclitos sabios, como fue el célebre botánico sueco del XVIII, Carl Linneo, escriban obras eternas, agradeciendo el poso de saber y de erudicción que dejaban los hispanos, como el del Toledano, de la Puebla de Montalbán , Francisco Hernández, que hacían grande la ciencia y que le sirvió al gran Botánico Sueco como gran maestro, en este caso de la Botánica, gracias a su trabajo, empeño y buen hacer por las tierras del Nuevo Mundo siglos atrás. Y así con múltiples ramas del saber, desde la cosmografía o la navegación, las matemáticas o el derecho en aquel discurrir del XVI, en donde a una parte del Océano Pacífico se le llamaba el “lago Español”. Y es así, casi trescientos años antes, donde uno se encuentra con otra huella, otra sombra que caminaba con la misma querencia que la del insondable Burton. Extremeño él, esta es su historia, una que tiene retazos arqueológicos, adelantándose a la particular ilustración que esta viviría ¡dos siglos después¡ y otra, que une poderosamente su relato al devenir de espejo de navegantes, ya que en el culmen de su carrera, terminó ahogándose, tras su repentina muerte y perdiéndose para siempre bajo la inmensidad del azul, del profundo y vasto océano Atlántico cuando ya volvía a España para ordenar sus papeles, sus recuerdos, sus viajes. Su historia, para otra atenta lectura de verano, fue otro de nuestros grandes científicos hispánicos de la época y como mucho de ellos, casi completamente desconocidos…
García De Silva y Figueroa se apellidaba, cuando aquellos vocablos, castellanos resonaban en medio mundo y eran sinónimo, cuando poco de respeto y admiración. Como Burton, fue tambien soldado diplomático, erudito y explorador, pero en este caso cambiaba la enseña de la Unión Jack, por la cruz de San Andrés y el águila bicéfala Imperial hispana. Hombre de autoridad y de vasto saber en geografía, en historia natural, y en lo que por aquel entonces el entendía eran el gusto por las antigüedades y la geografía, lo que hoy llamaríamos, arqueología, en definitiva, por en la generalidad de los conocimientos humanos para una época que todavía no había conocido la revolución científica de la ilustración, pero que si estaba descubriendo el mundo. Como el de Torquay, también fue pionero y sería el primer occidental en identificar las ruinas de Persépolis, la antigua capital del Imperio Aqueménida en Persia. El señor de Figueroa iba adelantado a su tiempo, o quizás su mente caminaba más rápido que él. Como era normal en aquellos tiempos, en donde los dibujantes del Imperio Español, transitaban esos caminos, sedientos de conocimientos y coordenadas que mandar a su rey.
Hijo de Gómez de Silva y de su mujer María de Figueroa y emparentado con los Condes de Zafra, su nombre fue el de García de Silva y Figueroa. No estudió en Oxford, pero si termino las leyes en otra universidad milenaria, Salamanca, la del herrerismo y que por aquel entonces claramente uno de los más poderosos centros intelectuales del mundo. “El que quiera saber a Salamanca ha de ir”, decía el dicho. Tampoco sirvió Silva con su casaca roja en el ejército de las Indias Orientales, pero si lo hizo en el teatro de operaciones de Flandes, donde se jugaban el devenir del futuro de las naciones de Europa bajo las banderas de los tercios. Entre las letras y la espada, como le ocurrió a nuestro Garcilaso, andaba de una cosa a otra con singular maestría. Pasó a empuñar las formas y la pluma en las secretarías de estado, bajo la villa y la Corte de Felipe III, el cual lo elogió como embajador. No era cónsul, pero si embajador para un destino capital para el monarca y sus designios. Nada más y nada menos que al Imperio Safavida, Persia, el otro peso internacional en la política de los juegos de trono de la época, muy necesario además, para contrarrestar el hegemómico la batalla que se daba por el dominio del Mediterráneo.
Isfahan. Una pieza estratégica junto al monstruo del poder Otomano. Aventureros y favores en la otra “mitad del mundo”.
El otro de los ejes de la política hegemónica del Mediterráneo, el de los aliados y territorios cercanos al omnipresente y peligroso imperio Otomano. Con este propósito, a Silva se le encomiendan varias tareas diplomáticas de suma importancia: tratar de conocer y entorpecer la expansión de Abás I en el golfo Pérsico, observar de cerca su relación con los ingleses de cara a mantener el monopolio comercial portugués en el Índico y conseguir que “el persa persevere en la guerra contra el Turco para que (éste) no progrese en el Mediterráneo”. Con esta misión pisó la India, la célebre Goa Portuguesa, antes que muchos ingleses, siglos antes de su viaje a la India. Su currículum ya tenía la vista de Omán o de Ormuz en su retina, allá por el año de 1617, cuando los barcos ni imaginaban navegar a vapor ni las cartas náuticas, existían en buena parte del mundo. Y en un mundo en el que las travesías en ocasiones se contaban por meses, ya fuese por tierra o por mar, llegó a la célebre Isfahan, la conocida como Nesfe Jahan, “la mitad del mundo”. Ciudad de irresistible belleza y que, de nuevo siglos después, en el célebre XIX, el Duke Ellington sucumbió dedicándole una de sus músicas más memorables. No había sido el único inglés que había puesto sus ojos sobre aquel peso hegemónico al otro lado del Mediterráneo. Contemporáneo a Silva, Anthony Sherley sabía que Persia era importante para los poderes hegemónicos del mundo, esto es, España, Francia, el Sacro Imperio Germánico e Inglaterra, y para allá que marchó. Su historia, la de este “mercenario” británico, fiel a los relatos de la época. Encarcelado, renuncia a su honor por recuperar a toda costa su libertad y a nómina del mejor postor para espeiar, dibujar o lo que hicera falta. Capitán de bucaneros en un virgen escenario caribeño y un largo etcétera de un tipo pendecieo de la época. Pues bien, siendo coetáneo de Silva, se consideró lo suficientemente interesante su vida, como para aparecer en al menos cuatro versiones en inglés de sus aventuras antes de 1602. Se dramatizaron los elementos del cuento, el más famoso fue en la “Noche de Reyes”, pero también en Los tres hermanos ingleses (1607) y su relato fue, posiblemente por exótico y maravilloso, digno de contarse. Un relato bien conocido desde un principcio por sus cotáneos británicos, muy al contrario, desagraciadamente, de la vida de Silva, que a pesar de sus aventuras y significados, se relegaría, practicamente desde el principio, al olvido…
La embajada de Silva fue impresionante. Figueroa recorrió casi toda Persia, parte de la Mesopotamia y la Anatolia buscando los registros del pasado, los antiguos templos, ciudades, caminos, estatuas… Alcanzó las ruinas de Persépolis y describió su arruinada majestad en una vívida carta al marqués de Bedmar. Esta misiva, (recordemos que aún nos encontramos en un temprano siglo XVI, en el que Occidente descubría buena parte del mundo), causó una gran impresión en los círculos ilustrados de Europa, y fue rápidamente traducida al latín y al inglés. Todo ello debido a ¡un gran descubriiento¡, el de la escritura cuneiforme por parte de Silva. Aquella tablillas que encontraba aquí y allí entre las ruinas de las ciudades Persas. El descubrimiento de aquel lenguaje sobre el que se desconocía prácticamente todo. Si bien Antonio de Goueva (1602) y Giambattista y Girolamo Vecchietti (1606) ya habían reconocido los caracteres cuneiformes como un tipo de escritura, Figueroa, el de Zafra, es el primer occidental en describir los caracteres, anticipándose en ello al italiano Pietro Della Valle. La descripcion de Silva cuando vió por primera vez aquellos registros, nos recuerda vivamente el ambiente descriptivo que posteriormente las misiones científicas de la ilustración dibujarían el mundo. Decía algo tal que así;
Existe una impresionante inscripción tallada en jaspe negro. Sus caracteres son todavía claros y brillantes, increíblemente libres de daño y deterioro a pesar de su muy grande edad. Las letras mismas no son ni caldeo, ni hebreo, ni griego, ni árabe ni de ningún pueblo que pueda haberse conocido hasta ahora o que haya existido jamás. Son triangulares, en la forma de pirámides u obeliscos diminutos, como están ilustradas en el margen y son todas idénticas excepto por su posición y ordenación. Sin embargo, los caracteres resultantes de la composición son extraordinariamente diferentes.
La escritura cuneiforme fue adoptada por otros idiomas: el acadio, el elamita, el hitita y el luvita, e inspiró a los alfabetos del antiguo persa y el ugarítico, idiomas completamente desconocidos para la otra parte del mundo. El cuneiforme se escribió originalmente sobre tablillas de arcilla húmeda, mediante un tallo vegetal biselado en forma de cuña, aunque el paso de los siglos dejaría para De Silva los restos fragmentarios entre sus manos de arcillas oscuras. Pero de nuevo nos encontramos con otro olvido, que afectaría al extremeño, como a tantos hispanos del momento. La historiografia tradicional establece que Europa tuvo constancia de la escritura cuneiforme ¡gracias al viajero italiano Pietro Della Valle; que hizo escala en Persépolis aproximadamente hacia el año 1621. ¡La deliciosa descripción De Silva¡, es aparcada en el olvido, a pesar de que se produjo antes, ¡casi un siglo después, en 1700¡. Thomas Hyde ―profesor de la Universidad de Oxford― acuñó el término «cuneiforme» para estas inscripciones que asombraban al mundo. El título de su obra: Dactuli pyramidales seu cuneiformes, dió nombre a esta original escritura. Hyde y Valle, no Figueroa. Otra sutil deformación de la historia. Y del olvido. A pesar de su grandeza. Silva se anticipaba al espíritu de las grandes expediciones científicas de la ilustración y mandó hacer dibujos de las más notables esculturas y de algunas inscripciones, como después realizaría con tanto reconocimiento de cara al futuro, como hizo Champollion.
Durante sus viajes acumuló una extraordinaria colección de antigüedades y obras de arte de gran valor, que se llevó consigo al emprender el viaje de vuelta a España en 1619. Tal y como después se haría en los célebres Grand Tour de los aristócratas británicos sobre Europa. De nuevo nuestro Figueroa se adelantaba a otra de las modas de la época. Silva, arraigado profundamente en su vida, obcecado por la rigurosa documentación, tal y como le ocurrían a muchos españoles de la época, escribió una crónica completa de sus viajes titulada Totius legationis suae et Indicarum rerum Persidisque commentarii. Esta crónica, constituye sin duda alguna la mejor descripción de la Persia de entonces. Como si se tratara de acero foto o de un antropólogo, Silva, informa con detalle los sucesos en la corte del sah Abás, describiendo cuidadosamente las ciudades que visitó, sintió y emocionó.
Pese a singulares esfuerzos por recordar la obra de Figueroa, España no pudo disfrutar de la magna obra De Silva, esforzada y erudita, hasta que la Sociedad de Bibliófilos Españoles, como afortunadamente en tantas otras ocasiones, realizó una cuidada impresión en dos volúmenes en 1903.Desgraciadamente, hasta ese momento prácticamente permaneció en el olvido. Otra de las grandes obras de los hispanos perdida entre gruesos estantes centenarios y montones de libros polvorientos. Esos, que en forma de letras, recogieron aquel impresionante legado, con sus recuerdos y sus detalles, con sus escritos y toda la sabiduría que pudo reunir en vida. Las últimas noticias de Figueroa, fueron allá por 1624. Retornando de África, en una nave de mal gobierno y sobrecargada, con la esperanza de llegar a España, repentinamente, murió. Sucedió un 24 de Julio de 1624. A las ocho de la noche, a 110 leguas de la isla de las Flores y Cuervo. “Hecharon su cuerpo á la mar, en un caxón cargado de piedras y andó en calmería de la nao dos días”. En un punto olvidado del Oceano Atlántico, de “cuyo nombre no quiero acordarme”, se hundiría para siempre Silva y Figueroa. El protagonista de otra de las historias de nuestro pasado, que no se merece, al menos, olvidar.